Desperté a las 7 y algo, me sentí fresca y sin sueño pero no me levanté, había dormido escasas 3 horas y era domingo, así que me obligué a dormir. Dos horas más tarde fue imposible seguir durmiendo, mi espalda de viejita me dijo que ya me levantara y me acordé que había que lavar para aprovechar el solazo que ya entraba por la ventana. Empezaba a lavar, a tomar mi ya acostumbrada agua tibia con limón en ayunas, cuando un Hola se asomó a la cocina, otro Hola saludó a una cara recién levantada. Le propuse a esa cara tender la ropa y después desayunar. Un sándwich de manzana con queso y té negro terminó de despertar al domingo destinado a quitar el árbol de Navidad y a hacer algunas compras. Nos preparamos y salimos de casa, el sol amaneció con ganas y se encargó de asustar a algunas nubes para acompañarnos todo el camino, no nos quejamos, no nos gusta hacerlo. Recorrimos uno a uno los pasillos del súper, comparamos precios, vimos que nos convenía comprar y qué no, tardamos horas en el pasillo de las especias y se nos antojaron todas las galletas. Nos dio hambre y decidimos que era hora de regresar a casa. En algún momento, entre una y otra cosa, reconocí mi vida, mi nueva vida. Me reconocí tan instalada en ella, tan suya, tan mía. Tan agradable, tan placentera. Como ese momento justo antes del amanecer. Como si aquí hubiera estado desde siempre, como no lo soñé. Como ahora eres, realidad.
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