miércoles, 26 de octubre de 2011

Libre

Mi cabeza no daba para más, sólo cabían él y Mozart. Giraban y rodaban dentro de mí. Cerraba los ojos y los sentía. Los cerraba más. Sentía. Cerraba los ojos y sólo pensaba en sentir.

Porque, claro, yo no sabía de música, de tonos, de instrumentos, de nombres. Yo sabía de sentir. Y sentía. Podría decir y señalar todos los momentos en los que mi piel se erizó. Todos sus momentos y todos mis momentos. Fue cuando decidí convertirme en viajera. Viajera de su vida, viajera en su vida. Lo que pasa es que ese día se me ocurrió que lo único que quería era descubrirme en su cuerpo, en su ser.

Sí, yo también creo que no pude haber elegido mejor momento. Sostenía un vaso pequeño con algo de tinto, escuchaba, sentía y decidía. No, no decidía, concretaba. No había mejor lugar para mí que su lugar. Mi yo completa en su yo completo. Mi yo con su tú y su tú con mi yo. Sí, también me sentí terriblemente confundida, tanto, que tomé la hoja, la arranqué, la hice bolita y la aventé. Esta es otra hoja. Como yo en él, como él en mí.

Somos una hoja en blanco y nos estamos escribiendo. Todavía confundida decidí dejar de lado al mí, al tú y al yo. Me incliné por algo que nos encerrara a ambos; no fue jaula, no fue prisión, fue tuya y tuyo, mío y mía. Fue voluntario, fue encerrarnos, fue reencontrarnos. Fue libertad.