lunes, 31 de enero de 2011

El silbido

Ayer traté de recordar tu silbido. Ese que cada tarde, a las cuatro en punto, se escuchaba en mi puerta. Ese con el que mi corazón empezó a dar sus primeros saltos de amor, ¿te acuerdas?

Recuerdo que silbabas. También recuerdo la hora exacta. Recuerdo el temblor que invadía mi cuerpo y los latidos que de pronto me asaltaban. Aún más: Recuerdo como saltaba de mi sillón, dejaba mi libro, me miraba en el espejo arreglándome un poco y mi sonrisa caminaba hacia la puerta, a recibirte.

Recuerdo tu silueta tras la puerta, tus ojos, tus largas pestañas y tu ceja despeinada. Entonces, el abrazo ansioso. Después, el beso. El más dulce beso de amor que te daba porque al fin llegabas.

Recuerdo tu espalda cuando caminabas hacia dentro de la casa. Como te sentabas en mi sillón, tomabas el libro y me pedías que te contara en qué iba. Recuerdo tu mano sobre mi rodilla mientras me escuchabas atento.

Recuerdo como tomabas mis manos y las ponías en tu rostro. Como te acomodabas para quedar acurrucado en mí, hasta que caías en cuenta de tu tamaño y con un "ay, amor" cambiabas de posición y ahora era yo quien se perdía en tus brazos, quien se cubría de tus besos, de tus cosquillas. Quien se llenaba de tus "te amo".

Pero el silbido. No puedo recordar el sonido que hacía vibrar mi corazón y me anunciaba tu llegada. No puedo. No lo recuerdo. Ya no puedo escuchar ese particular sonido, ese pedazo tuyo. Ya no regresas a mí.

Quizá es sólo que ya te estoy olvidando.

domingo, 30 de enero de 2011

Homerun

Dos hombres en base. La última entrada. Un juego empatado. Un trofeo sobre la mesa. El sol de mediodía. Y una esperanza en el corazón.

Caminó a "home", se acomodó el casco, removió la tierra con el pie derecho. Hizo un "swing" de práctica y apretó los puños. Sus ojos se posaban en el montículo, desafiantes, ansiosos.

La mirada fija en el punto que se movía hacia él. Lentamente, en segundos. Giró su cuerpo cerrando los ojos, el bat acarició la pelota, dulcemente, con gracia. Tiró el bat, corrió por inercia hacia la primera base sin perder de vista la pelota. No existía nadie, ni nada. Sólo él y la pelota que seguía en su viaje lento, seguro. No se daba cuenta de los ojos y las manos cruzadas expectantes a su alrededor.

Por fin la pelota llegó a su destino: atravesó la barda. Miró al cielo, bajó la cabeza moviéndola mientras una amplia sonrisa llenaba su rostro. Volaba entre las bases, saludaba a sus compañeros. Las gradas se caían. Su pecho saltaba, ya no cabía el corazón.

Él, un pequeño de diez años. Y ese, el mejor día de su vida.

viernes, 21 de enero de 2011

A quien no leerá

"I still cannot speak french"


¿Han sufrido alguna pérdida que no les pertenecía? Bueno, yo sí.

Lo conocí al final del verano, como si el otoño lo hubiera traído. La primera vez que lo vi su rostro me pareció familiar, robaba mi atención. Alguna vez le pregunté si lo conocía de alguna parte, me contestó: "Tú también te me haces conocida. De afuera, ¿no?" Claro, reímos. Nunca supe en dónde pude haberlo visto, no teníamos lugar o situación en común, quizá fue en sueños. Una sonrisa como la de él, sólo puede verse en un sueño. Y la mirada, tan noble. No era guapo, era misterio. Alto, fuerte, de manos grandes.

Desde el primer momento, F., fue una gran curiosidad para mí. También fue inspiración. Tres entradas de este blog fueron escritas pensando en él. Y varios tuits. No, no era amor, era curiosidad, una enorme curiosidad. Al final del semestre lo conocí un poco más. Saludando con ojos limpios y despidiéndose agitando la mano, cual niño, regalando una sonrisa que siempre me llevaba puesta.

Era él, el hombre que escribió mis palabras. El hombre de sonrisa en los ojos. El hombre que se ha ido. El hombre que ya nunca veré. El hombre que murió. Y lo escribo, y lo pienso, y algo sucede.

Sucede dolor. Duele que nunca le hablé de su sonrisa franca, cálida. Duele que quise abrazarlo y nunca lo hice. Duele que realmente esperaba verlo dentro de una semana y eso no pasará. Me duele mi silencio. Y me duele su partida, así, como si me hubiera pertenecido.

Sólo espero que, alguna vez, haya visto la dulce sonrisa que mis ojos le regalaban.

sábado, 15 de enero de 2011

En mi próxima vida

En mi próxima vida quiero ser gato. Y equivocarme siete veces.

Después, lo que haré en mi próxima vida, será pensar dos veces antes de comprar un carro. Mejor es caminar.

También, en mi próxima vida, voy a pensármelo antes de escoger carrera. Quizá esperaré uno o dos años antes de entrar a la universidad. Trabajaré, en lo que sea, sólo por saber, por saberme, aunque sea un poquito.

No seré cautelosa, ni discreta. Mucho menos tímida. Si lo quiero se lo diré, aún más, se lo gritaré. No me importará el rechazo, me importará que se lo dije antes de irse.

Y seré deportista. No, mejor bailarina. Le haré caso a mi madre y continuaré en el ballet. Iniciaré desde pequeñita.

En mi próxima vida también leeré más, más que ahora. Y hablaré menos, menos que ahora.

No seré débil en la vida que sigue. No pensaré tanto. Ni tendré miedo. Dejaré a mis impulsos actuar, total, cautelosa o no, siempre me pierdo.

Cuando esté en mi próxima vida no me preocuparé porque son las dos de la mañana y tengo que dormir. Es más, no dormiré.

Tampoco me peinaré. Así, como en esta vida. Y no dejaré de soñar despierta. Soñaré siempre, aunque muera de sueños. Soñaré que sueño. Y seré música. Siempre música, en esa otra vida.

Allá, en mi próxima vida, me aseguraré de tener una próxima vida.


domingo, 9 de enero de 2011

En el mar

No podía abrir los ojos; era el sol el culpable. Los ojos hechos mar se habían secado ya. Una debería refugiarse siempre en el mar, pensé. Ahora el frío me calaba, permanecía inmóvil y había enmudecido. El mar me atrapaba, como siempre, como nunca. Me dejé vencer por el sol y cerré los ojos. Sola. Con el viento, con las olas, con mi mar.

Entonces los abrí y los vi. A todos.

Recargado en el muro, y a mi derecha, veía a sus hijos. Entre las rocas, eran piratas. Se perseguían, vivían el mar, su aventura. Él, desde lejos, los vigilaba. Y en la sonrisa guardaba las ganas de volver a ser pirata y vivir aventuras, otra vez.

Habían pasado la mañana leyendo con el mar como música de fondo. Ahora, con un libro bajo el brazo y a mi espalda, un hombre y su mujer caminaban juntos. Mas en sus rostros se leían sueños volando en distintas direcciones.

Abajo, sobre la arena, ellas se quitaban los zapatos para sentirla en sus pies descalzos. A ratos la arena, a ratos el agua fría. Siempre en la orilla, siempre juntas, recogiendo conchitas. Como cuando niñas, imaginé.

A un lado de ellas llegaron los tres. Ellos tomaron la pelota y empezaron a patearla, ella buscó un lugar en donde sentarse. La chica del cabello rojo parecía observarlos, pero yo veía sus ojos perderse en el mar, junto con su corazón, quizá.

Justo a mi lado, con risas y miradas cómplices, otro grupo gritaba que la juventud es maravillosa. No importaba nada, en la juventud nada importa. Hoy eran las patinetas, la amistad, la lealtad, la música, y el mar.

De frente, entre las rocas, cuatro hombres se encuentran. Ellos, los pequeños, siguen jugando a los piratas. Ellos, los mayores, buscando una buena toma. Todos, procurando no caer.

Sonreí.

Cerré los ojos otra vez. Escuché la dulce melodía que me regalaban las olas. Me despedí, abrí los ojos. Mi última mirada al mar fue una promesa: Volveré. Siempre.