jueves, 9 de mayo de 2013

Flor de Azalia

Siempre supe que sería a quién más extrañaría. También supe que ella no tenía idea de que aún no me marchaba y ya la extrañaba. Ya echaba de menos llegar a casa, saludarla y besarla. Encontrarla en la cocina, leyendo en la mesa o recostada en el sofá viendo una o dos o tres películas. 

Cabe aclarar que, obviamente, el escribir esto a escasos minutos del 10 de mayo me resulta un cliché enorme y molestoso. La culpa la tiene Facebook y Tuíter y toda la gente que habla de lo mismo en un día como hoy. O como mañana. La cosa es que nunca había pasado tanto tiempo sin verla, sin verlos, y pues sí, me ganó la nostalgia, la tristeza permitida. 

Después de la justificación, que a fin de cuentas creo que sólo es para mí, pues vamos a ser un cliché y vamos a decir, en pleno 10 de mayo, que amo a mi amá. Sí, amá, con todas sus letras norteñas. Mi madre veracruzana que me hizo amar a ese lugar que todos sabemos es bello. Esa mujer que me da su bendición cada que hablo con ella por Skype, la misma que reconozco en mis gestos y mi manera de hablar con la gente. La señora bonita que platica horas y horas y se emociona cuando me cuenta que tiene una nueva amiga. Mi madre niña, mi niña madre. Esa que disfruta tanto los cumpleaños que adorna la casa con globos, pega cartulinas con felicitaciones y todo el día pone las 40 versiones de Las Mañanitas. La mujer que hoy recordé mientras pelaba una naranja, la que recuerdo todos los días y todo el día. 

¿Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde? O bueno, ¿hasta que está lejos? Yo sí sé lo que tengo y afortunadamente lo supe antes de alzar el vuelo. Quizá por eso no me fue difícil el moverme de orilla, o quizá fue el hecho de que ella también siguió a su corazón y, claro, a mi papá. O quizá fue que siempre me enseñó a escuchar los latidos con los latidos, a detenerme a ver el cielo, a mirar a los ojos, a sonreír. Miren, justo ahora la imagen que tengo de Doña Azalia (ajá, tiene nombre de flor mi señora bonita) es una sonrisa enorme. Ven, me enseñó a sonreír, me enseña a sonreír.

Y creo que al final esta "chipilez" (disculpen, no estoy segura si existe la palabra) no es que esté lejos, es que soy una cursi, una romántica incorregible y cada 10 de mayo, cada cumpleaños o cada sonrisa de mi madre, me dan unas ganas enormes de llorar. Y se me queda todo agolpado en el pecho, entonces mejor la abrazo fuerte y bajo la cabeza para que no me vea los ojos brillosos. Entonces mejor aprovecho cada momento para darle un beso, para decirle que me encanta la comida que preparó, para decirle que ande con cuidado en la calle o para felicitarla por el nuevo baile que aprendió y el nuevo curso que terminó. Después la beso, le sonrío grande y le regalo todos mis ojos.

Ahora, con su permiso, tengo que mandar esto por mail, a mi hermano, para que se lo enseñe a la del santo, a la festejada, a la bien extrañada y bien amada.