sábado, 17 de noviembre de 2012

Por alguien

Quizás lo que una necesita es que un día la computadora se vuelva loca y de pronto pida insertar un disquette en la unidad A para formatearlo. Y de pronto, ver con asombro y miedo (o al revés) que hoy es 02 de agosto de 2007. El horror. El qué demonios pasaría si de pronto despierto y ya no estoy en mi hoy, en su hoy. El temblor. El no me quiten lo que es mío porque me muero. 

Entonces una se queda ahí, parada-sentada en el medio de algo que podría ser nada, titiritando de posibilidades; y se voltea al calendario más cercano, y descansa pero antes respira tan profundo que bien podría regresar al 2007, pero se detiene a tiempo en el medio de otro tiempo, se detiene y sigue en el mismo lugar que es también su lugar.

De pronto, siendo el eje central de eso que no se sabe bien qué es pero no deja de girar, un algo le dice que lo único que pasa es que, al fin, no hay frío. Y de prisa se toca los pies y las manos y confirma que están y estarán frías para siempre. Sigue el tanteo por la piel y las manos tan frías llegan a esa parte entre la cintura y el cuello, en donde la temperatura también aumenta, y complacida confirma que el frío sí se fue para siempre: a las manos y a los pies, en donde no le hacen daño a nadie.

Ahí, en donde hacen todo por alguien.


lunes, 9 de julio de 2012

Cruce

Cuando crucé la calle me sentí culpable. Me dio vergüenza pensar que le saqué la vuelta a una persona con una enfermedad mental y no era la primera vez que lo hacía. Había visto ya, alguna vez, cómo gritaba y amenazaba con el bastón a quien pasara frente a su puerta. Pero me sentía mal. Vi gente en la acera de enfrente y pensé que quizás eran las personas que vivían con él y habían salido huyendo de la casa tras algún ataque suyo. Me justifiqué. Las personas hablaban por teléfono, yo las vi como desesperadas, bueno, las medio vi porque mi paso era ya apresurado, nervioso. Cuando pisé la banqueta reviré un poco y vi que alguien salió de la casa, era él. Me dio miedo. Mucho. Su tamaño era —al menos— dos veces el mío. Eso y el bastón. Y la fuerza, y la furia. Cruzó la calle y justo a la mitad corrió hacia mi dirección. O eso creí. Me petrifiqué mas no volteé. Seguí mirando mi sombra en la banqueta, vigilando que su sombra no nos tocará. Se fue. Respiré. Por unos minutos más vigilé mi sombra, hasta que me di cuenta que tenía una historia. Como aún me faltaban varios pasos para llegar a casa me repetí la historia otra vez. La repasé. Trataba de inyectarla en mi mente para que no se me olvidara al llegar a mi libreta. No supe en qué hora mis dos enormes árboles favoritos cubrieron mi sombra, tampoco supe en qué hora su fuerza cubrió mi cuello. 

Carajo, era una buena historia.






sábado, 26 de mayo de 2012

Conversaciones con mi padre

«... estábamos por el rumbo de Chetumal, luego Tabasco y esa zona, ya andaba de novio con tu mamá y no me iba a quedar de ayudante para siempre. Yo veía cómo llegaba el operador bien cambiadito y yo ya andaba desde las 4 ó 5 de la mañana engrasando tambos o cargando diesel. El operador llegaba con su sombrero, su jícara de agua fresca y se subía a su tractor; cuando llegaban los lonches él tenía su plato con carne, frijoles y tortillas. Yo trabajaba con él, pero un día me quiso mentar la madre y no me dejé: casi le parto en su madre. Luego me mandaron con el ingeniero, quiso arreglar las cosas, pero cuando le expliqué quiso hacer lo mismo y tampoco me dejé. Le dije que yo respetaba mucho a mi madre y que eso no lo iba a permitir. Me castigaron y me regresaron a México. Ándale que la que se quedó bien triste fue tu mamá porque no nos íbamos a ver en un mes. Pues ya, me regresé. Estando allá que me habla otro ingeniero, el mero chinguetas, le expliqué lo qué pasó y me dijo, te regresas a Coatzacoalcos y agarras la camioneta que reparte los lonches. Luego luego le dije que sí: los lonches los hacían en la casa de tu mamá... »




sábado, 28 de abril de 2012

Sucesos


Sucede que la mañana de ayer, camino al trabajo, algo me molestó. Entonces, pues decidí no hablar. Llegué a la oficina y todo cuanto decían a mi alrededor parecían gritos; sucedió que también decidí no escuchar.

Sucede que en alguna parte perdí las ganas de trabajar y estaba confinada a la silla de mi escritorio totalmente dispuesta a que la empresa cayera. Obviamente, era algo imposible, la disponibilidad me duró apenas unos minutos. La cosa era que no quería estar ahí, con todo el gusto hubiera salido corriendo.

Sucede, entonces, que a las cinco en punto salí corriendo. Caminé despacio, miré los pocos árboles que pueden haber alrededor de maquiladoras, vi los detalles de ellas, quise trabajar en varias. Miré mucho el cielo y traté de no perder de vista el suelo. Pero ya quería subir al camión, llegar a casa.

Sucedió, claro, que subí al camión y ya quería bajarme. Y me bajé. Calculé la distancia y vi que estaba a un kilómetro o menos de casa. Quería caminar, quería llegar a casa. Sucede pues, que caminé. Caminé y miré con calma todos los locales de la calle casi avenida por la que debo ir. Las estéticas, la frutería, las taquerías, el panteón, los oxxos, la botánica, los parques, la cenaduría. También a la gente y a los árboles, a los perros y a los gatos.

Sucede que después de lo visto ya quería llegar a casa. Apresuré el paso y pronto llegué a casa. Para entonces moría de hambre y la cena sucedió. Pero entre el hambre y la cena, había que prepararla, y lo hice. Y sucedió que saqué los ingredientes del refri y los acomodé en la mesa, tomé la lechuga, el morrón, el tomate. Saqué el bowl de la ensalada, también manzana, y queso. Y escuchaba música y tarareaba. Pero sucedió que la lechuga o el morrón o la manzana me molestaron y ya quería terminar. Y ya quería cenar. 

Sucedió, tal y como se piensa, la cena. Y la disfruté, y la música y el té. Pero sucedió, como cualquiera lo podría adivinar, que se acabó. Y la molestia, el disgusto que sentí camino al trabajo, en la oficina, en el camión, mientras caminaba y al preparar la cena, regresó.

Lavé los trastos, la molestia no se fue, siguió, es más, se instaló. Me detuve en el pasillo de la cocina, a nada estaba de preguntarme qué demonios pasaba, cuando, al fin, escuché una voz, su voz. Entonces sucedió que me contesté.  




miércoles, 22 de febrero de 2012

De espacios y otros demonios


A veces lo único que quiero es habitar ese espacio entre tu cama y tu cuerpo.


lunes, 6 de febrero de 2012

Origami

Cuentan que en la ventana de un hotel muy lujoso y antiguo vivía un tulipán. Nadie sabe cómo llegó ahí exactamente. No hay manera de explicar cómo, de la nada, pudo nacer un tulipán en el alféizar de la ventana.

Cierta vez una mucama dijo haber visto una pequeña mancha verde. Pasó el plumero encima de ella, no pasó nada. Al parecer polvo verde no es, pensó la mucama. Tomó un paño y suavemente frotó por encima de la mancha. Nada. Talló un poco más pero la manchita no desapareció. Salió apresurada a buscar algún líquido que pudiera borrarla, al dejar la habitación se topó en el pasillo con una novia que celebraría su boda en cinco minutos y el cierre de su vestido se había atorado. La mucama fue a ayudar a la novia en apuros y, claro, se olvidó del tulipán.

Otra vez, un limpiavidrios contó que en una de las ventanas había algo como una flor. Hasta tenía tallo y todo. Dijo que se acordaba porque esa era su ventana favorita. Nunca está sucia, nunca. Decía que era lo más extraño que le había pasado en su oficio y que, de no ser porque cada día era testigo de ello, no lo creería. Es algo imposible, la ventana nunca se ensucia y además siempre brilla. Cada día se asombraba y cada día lo olvidaba.

Quien vio la flor naciente fue un huésped. Su asombro fue enorme cuando, al recorrer la cortina que caía sobre el alféizar, percibió un destello de luz. Se acomodó los lentes y se acercó. ¿Pero qué es esto?, alcanzó a decir antes de enmudecer por completo y perder más de una hora observando tan bello acontecimiento. Debe ser un milagro, pensó. Se percató del paso del tiempo y, con apuro, tomó su maletín, salió de la habitación para cerrar un importante negocio, y lo olvidó.

Dicen que una noche de invierno una pareja llegó a ocupar la habitación. La chica, en cuanto descubrió el alféizar, tomó su libro y se sentó. Él la siguió y se sentó a su lado. Nunca se explicó cómo alcanzó a ver el tulipán estando tan perdido en esos ojos. Mirando con fascinación su gran descubrimiento y sosteniéndolo en la mano, le dijo:

—¿Crees en los sueños de papel?

Ella, con el tulipán muy cerca de su boca y asintiendo, sopló.












sábado, 4 de febrero de 2012

Mi casa

Ayer regañé a mi ciudad, hacía frío y se lo recriminé. Le hablé de tu ciudad, de la temperatura cálida, de tu calor. Le dije que allá abrazan; que, cuando hace frío, unas manos dulces frotan mi espalda desnuda al tiempo que unos brazos fuertes me protegen.

Le conté también del viento y su canción, de cómo despeina mientras se camina por sus calles, o mientras unos ojos me enseñan sus caminos. Presumí la complicidad del viento, cómo acaricia mis manos y las va llevando a tu pelo; cómo tu pelo lo reconoce en mí y me recibe. Y me deja quedarme, y me pide quedarme.

Mi ciudad me miraba con recelo, se preguntaba qué cosa me habría hecho ésa otra ciudad como para atreverme a reclamar el frío. La tranquilicé diciendo que quizá era yo quien estaba perdiendo resistencia. Que quizá la edad, el pelo tan corto, el mes, ésas cosas. No me creyó. Guardó silencio y me miró fijamente.

Sé que leyó mis labios, así como tu ciudad los lee cada noche. Pero no supo recorrerlos, ni redescubrirlos. Se acercó a mí, mas no logró encontrarse con la forma de mis labios, tampoco logró que cerrara los ojos. No pudo hacerme soñar, no pudo hacerme volar.

Tomé aire y la miré de frente. Todo está bien, le dije, es sólo que, hoy, al caminarte, me sobraron los pasos; es sólo que hoy ya no me alcanzas. Pude ver cómo sus callejones se contraían y se hacían los fuertes. No hablé más, pero sé que escuchó cómo mis sueños me pedían caminar más. Sé que escuchó a mis sueños pidiéndome regresar a casa.









martes, 31 de enero de 2012

Zurcos

Un día me descubrí viendo la vida desde zurcos, todo curvo, con ondas. Desconozco, obviamente, el momento exacto en el que la vida se me dobló. De pronto, en mi batalla diaria con el espejo, me vi la cara rayada. Los ojos, la comisura de los labios, la frente, el cuello. No quise ver más. Me horroricé. A mí nadie me dijo que un día, así, de la nada, amanecería con la vida marcada en la cara. ¿Y quién quiere ir mostrándole la vida a todo el mundo?

Miré hacia abajo y levanté la cara len ta men te. Fue todo un ritual. Cerré, no, apreté los ojos y me grité que la vida no puede llegar y, de la noche a la mañana, rayártela. Literal y figurada mente. Mente figurada porque me estaba haciendo la fantasía de que eran puras ideas mías...

Yo también guardé silencio. Me acerqué al espejo, casi lo cruzo, casi camino por esos zurcos. Eran interminables, entre más me acercaba más hondos eran. Intenté cruzar el espejo, no pude, pero cuando estuve tan cerca de los pequeños y grandes dobleces alcancé a ver letras en ellos. En todos ellos. Eran letritas redondas, claras, que a pesar de ser diminutas podían leerse perfectamente. Claro, con lupa. O con el alma metida en el espejo.

Me maravillé. Cada zurco era un episodio de mi vida perfectamente escrito. Estaba ahí mi caída de las escaleras, el primer día de clases, el primer beso, la primera vez con el ginecólogo. Todo. Y perfectamente escrito. Creo que eso fue lo que me maravilló más. Dejé todo. No salí, no pude dejar de leer. Me metí en el espejo y leí y releí cada uno de los zurcos.

Terminé bastante entrada la noche, me ardían los ojos y tenía la piel seca de tanto estirar para leer. Cuando terminé, noté que de ambos lados de los ojos había un espacio liso. Sonreí. Me asomé a la calle, la luna estaba como para hablar de ella, tomé mi gabardina y salí: Había que empezar a doblar esos espacios.





sábado, 28 de enero de 2012

Hoy es la ocasión

Shhhhh.

No hagas ruido, mira que vas a descubrir que te estoy escribiendo. Vas a descubrir a mis manos haciendo este movimiento gracioso para que no las veas; vas a escuchar a mis ojos que se asoman traviesos como escondiendo un gran secreto. Vas a sentir a mi corazón que se ha hecho pequeñito de la emoción; vas a ver como mis latidos golpean mi pecho y, por un agujerito que logran hacer, corren y saltan a tus pies. Suben apresurados y, reconociendo a donde pertenecen, llegan a casa.

¿Que por qué no quiero que me descubras? Es que adoro que no sepas, sí sepas, cuando te estoy pensando. O cuando te preparo una sorpresa. O cuando cuento los minutos y las palabras para ver, una vez más, tu clara y amplia sonrisa.

Tu sonrisa.

Viste, dejé un renglón para ella sola, es que no cabe. ¿La has visto? Sí, sí la has visto, tiene el mismo color de mis ojos, brilla. Y brinca. Como mis dedos en el teclado que se deshacen por escribir de una buena vez todo el bien que me haces. Es que hoy, como antes, es la ocasión.

Hoy es la ocasión de ser fiesta en tus ojos, una fiesta sorpresa con gorritos y pastel. Una fiesta con letritas amontonadas, apretujadas, libres; unas letritas fiesta que quieren abrazarte y decirte cuán contentas están por este nuevo comienzo. Por este nuevo año, este nuevo dragón, este nuevo tú.

Y como todo es nuevo, como desde antes, es la ocasión de hablar de tu corazón. Cálido, hermoso, noble. Infinito. Hoy es la ocasión de hablar del corazón más grande del mundo, de ese corazón feliz que sabe hacer de volar. Hoy es la ocasión de hablar sin cesar de tus ojos, de lo que provocan tus ojos. Sí, hoy también debemos hablar de esperanza.

De esperanza y color. De orillas naranjas y canciones infinitas. De ventanas abiertas que sólo miran hacia las flores y hacia el cielo naranja. Hoy también vengo y digo de las gomitas de naranja y de las más sorpresas que la vida disfruta dar, del vaso medio vacío que un día llenaste. Hoy regreso el tiempo y te sigo admirando. Como para siempre. Hoy es la ocasión de agradecer por estar de nuevo aquí.

Hoy es la ocasión de hablar de tu luz. De subirla a la noche, dibujar estrellas con ella y formar constelaciones que sólo tú puedas ver, que sólo tú puedas soñar. Hoy es la ocasión de cerrar los ojos, apretarlos y a la cuenta de tres abrirlos grande grande, abrazarte y dejar que mi piel te deseé sueños cumplidos. Que yo, enterita, deseé que nunca nunca dejes de soñar.

Hoy debo decir que soy feliz, soy naranja, porque me haces la vida bien bonita. Que estoy contenta, que estoy feliz, por viajar en este tren al sur. Hoy tomo tu cara entre mis manos mientras me pierdo en tus ojos y en silencio te digo:

Feliz cumpleaños, amor.





martes, 24 de enero de 2012

Y rezar

En ese tiempo se topaba a cada ratito con carrozas fúnebres. Sin voltear hizo en la mente la señal de la cruz y rezó una jaculatoria. Es que a los muertitos sí les rezo, decía. No por mí, por ellos, una nunca sabe que penurias hayan pasado en vida, una nunca sabe qué penurias estén pasando en muerte. La verdad era que nunca olvidó aquella película en la que las almas en pena estiraban las manos desesperadas por salir de cualquiera que fuera el lugar en el que estuvieran. Desde entonces, y por eso, rezaba.

Terminó la jaculatoria y siguió con el rosario que dejó a medio tercer misterio. Algo bueno estaré haciendo, pensaba. Nunca tuvo claro si rezaba por miedo o por fe, lo que tenía claro —y presente— era el estremecimiento que sintió mientras rezaba arrodillada por primera vez: tenía varias noches sin dormir y la imagen del pequeño espectro parado en su puerta pasaba entrecortada en su mente, así, como su vida. También por eso rezaba.

Tampoco tuvo claro si rezaba por fe o por falta de fe. Nunca supo en qué parte del sueño despertó y saltó de la cama para traspasar la figurilla que la veía y no; nunca supo qué demonios hacía ese niño ahí. O quizá sí. Lo que sí sabía, y conocía, era la ausencia de corazón que en ese momento la atravesaba.

Nunca supo en qué momento empezó a rezar; nunca supo en qué momento aprendió los cinco misterios del rosario con todo y letanía. Nunca supo por qué tenía miedo; nunca supo si en realidad era miedo. Pero no dejaba de rezar, ni de cerrar los ojos, porque cuando duele el corazón lo mejor es cerrar los ojos. Y rezar.