martes, 22 de marzo de 2011

Ayer

Ayer, mientras trabajaba, vino a mí uno de los recuerdos más bellos que tengo de mi infancia. Debió ser la nostalgia de la música cubana que en ese momento escuchaba, lo que me hizo recordar las tardes caminando por el centro del pueblo en dónde creció mi madre: Un pequeño pueblo al sur del estado de Veracruz. Durante diez años todos mis veranos, mis cumpleaños, los viví en ese lugar.

La casa de mis abuelos era la más grande del pueblo, estaba situada en una loma y sus cuatro pisos de altura la hacían aún más grande. A lo lejos se veía la barda de celosía, era eterno ese caminar por la arena suelta del callejón para por fin llegar con los abuelos que ya esperaban en el portón.

Aurora, mi abuela, fue una mujer muy dura, a mi madre no le fue muy bien con ella. Y Benito, mi abuelo, fue siempre y seguirá siendo un misterio, nunca nos dejaba entrar a su recámara. Tengo en la memoria una fotografía de lo que alcancé a ver un día mientras abría la puerta: Una parte de la cama, la ventana y su armario, fue todo. Recuerdo también mi cara llena de curiosidad.

No sé exactamente por qué sonrío cuando hablo de Veracruz. Quizá recuerdo los desayunos de mi abuela que consistían en atole, avena, plátanos fritos, frijoles negros, huevo con algo y papaya. Yo, una niña de no más de diez años, todo me comía. No veíamos televisión, no se nos permitía. Era hasta las siete de la noche, hora en la que se cerraba la sala para evitar que entraran los mosquitos, cuando veíamos el noticiario.

Durante el día mi hermano y yo ayudábamos un poco con los quehaceres de la casa, al terminar nos dedicábamos a subir y bajar. Subíamos al mirador a ver los juegos de béisbol que había en el campo que estaba frente a la casa. O bajábamos por las escaleras húmedas y llenas de cangrejos hasta el pozo a bañarnos un rato. O nos quedábamos a medio camino viendo las iguanas que colgaban de los plátanos, los mangos, los papayos y los naranjos; si teníamos suerte veíamos algún mono. Y siempre, siempre el incesante barullo de los loros.

Pasábamos las tardes jugando con Mongo, el gato. O meciéndonos en la hamaca, o jugando en la fuente con Titina, la tortuga, o haciendo enojar a Tribilín, la ardilla que estaba en el pasillo y a la que teníamos miedo. También nos daba miedo bañarnos: temíamos que de alguna esquina del baño brincara una de las "arañitas" que se escondían en las paredes también de celosía.

Y si llovía, ah… si llovía. Si llovía salíamos a jugar, a refrescarnos para aliviar el calor, hasta que los truenos nos asustaban tanto que corríamos a la cocina porque parecía que el cielo nos caía en pedacitos. Íbamos a la cama con la ventana abierta para oler la tierra mojada y escuchar la lluvia. Cuando al fin escampaba, eran los grillos quienes nos arrullaban.

Ay, mi Veracruz. Durante mi adolescencia fui un par de veces, la distancia era más grande. Hace cuatro años regresé gustosa de volver a respirar ese aire. Vi la casa desde lejos, destruida, sin mis abuelos. Caminé por las mismas calles y todo parecía tan diferente, tan igual, tan de ayer.


domingo, 20 de marzo de 2011

¿Y?

—¿Y qué voy a hacer si me enamoro de ti?

—Enamorarme.

—¿Y qué voy a hacer si ya me enamoré de ti?

—Enamorarme más.

martes, 15 de marzo de 2011

Curioso

Curioso era que la noche en que pensé escribirte una carta hayas hablado de mí. Y curioso era haberme enterado. Más curioso haberte encontrado el día después de la noche en la que pensé escribirte una carta. Pero más más curioso aún, que quisiera escribirte una carta.

¿Por qué querría escribirte una carta? Y aquí la más grande curiosidad: ¿Qué te escribiría en la carta? Lo curioso era que mi preocupación principal era imaginar la cara que pondrías al recibir mi carta. ¿Qué dirías? ¿Qué harías? ¿La abrirías emocionado, palpitante, ansioso? ¿La mirarías con indiferencia y la pondrías en tu mesa de noche? ¿O la guardarías en el cajón del buró? Ese cajón que nunca abres y que está lleno de “asuntos pendientes”. Aunque no, yo no soy un asunto pendiente, quizá concluido. Quizá, ni siquiera asunto.

Pero, la carta. No hagas ese gesto, hombre, fue culpa de la noche. Y de mi cabeza. Quizá también del corazón. No sé quien de los dos empezó a dar vueltas. Como baraja pasaba tu rostro. Qué terco eres. Tú, y otra vez tú, y otra vez tú. Y de pronto, una idea, una carta. Escribirte casualmente. Contarte de mí pero no de mi vida. Hablarte del amor pero no de mi amor. Decirte lo que quiero pero no que te quiero.

Contarte. Hablarte. Decirte. Nombrarte. Qué curioso. Curioso porque ya no te quería. Y más curioso aún porque ya ni siquiera te escribía.



viernes, 4 de marzo de 2011

De destino y otros demonios


—Estamos tan destinados a nunca pertenecernos.

—Entonces, ¿no lucharás por mí?

—No.




miércoles, 2 de marzo de 2011

El baúl

Hay algo en las mañanas de invierno. Algo que me hace olvidar el frío, me lleva a dejar la cama, asomarme a la ventana y buscar mi café.

Hoy no hubo excepción. Café en mano abrí la puerta y recibí a mi madre que venía acompañada: Traía con ella un baúl. Que había pertenecido a una amiga de la familia, que hacía varios años no veíamos, y que hacía un mes había muerto.

—Pensé en venir directo hacia acá en cuanto lo vi —dijo mi madre. Sé lo mucho que te gustan las chácharas. Y sé las historias que te inventas.

Un baúl. Que hasta el momento en el que llegó a mi puerta era una herencia sentimental y desde el momento en que lo vi se convirtió en una fascinación. Cerrado y frente a mí, me aguardaba. No podía esperar para abrirlo, pero era tan bello cerrado. Vacilé un poco, decididamente no fue fácil dejar de admirarlo para admirarme con lo que podría encontrar dentro. Porque, segura estaba, me admiraría. Llegué a él, lo toqué y le pedí permiso para abrirlo. Permiso concedido tomé la llave con la solemnidad requerida, y lo abrí.

Mi madre me observaba y se aguantaba la risa que le causaba mi sonrisa boba ante todo lo que había dentro, que veía y no al mismo tiempo. Ese todo que por ser el todo interior de mi ahora baúl, me embelesaba. Me incliné un poco y empecé a buscar lo que no sabía, lo que no esperaba. Había algunas prendas de ropa, dos cuadros, algunas imágenes de santos, dos frascos de perfume, varios anteojos, muchas fotografías y... mi tesoro:

Un abanico. Una llave (que no era la del baúl). Una novela de amor de autor francés. Papel y sobres para carta con flores color azul impresas. Una pluma fuente. Un rosario. Y un diccionario de bolsillo.

Tomé mi gran descubrimiento y me senté en el alféizar de la ventana. Abrí el diccionario y, en la parte superior de la primera hoja, lo encontré. Era un nombre. A lápiz. De varón. Un nombre que acaricié con la yema de los dedos. Un nombre que imaginé junto al mío. Un nombre que nunca pronunciaría y que siempre soñaría. Un nombre sin rostro. Un nombre que lleva un diccionario. Un nombre que era mi tesoro, que estaba en mi baúl, que me trajo una mañana de invierno.

Un nombre con el que me inventé una historia.



Pero quién quiere despertar

Amanecía, azul añil claro, habían pasado la noche hablando, no conociéndose, sólo hablando. De la nueva ciudad, limpia, respetuosa, de la aventura. De su encuentro casual, de su adoración por el mar, por las letras. Hablaban de la shuvia, y de la frutisha. Hablaban y, a ratos, tarareaban las canciones que provenían de algún radio cercano: "Por eso voy a dejarte libre, para que el amor se vuelva más grande... bendito tu corazón". Se podía escuchar ya el ruido de los camiones, como si anunciaran que el día había comenzado, como diciendo que había que despertar ya.

Pero quién quería despertar.

Se acercaron a la ventana, todavía estaba la luz artificial en las lámparas de la calle. Reían y veían divertidos a una mujer que barría corcholatas y musitaba majaderías a los chicos que habían despedido el martes con cerveza. Salieron al balcón tomados de la mano, en silencio. Dejaron que el aire fresquecito del tierno miércoles los acariciara y les dijera que aún vivían. Fue entonces cuando un sol chiquito se asomó. Fue entonces cuando por su mente cruzó la idea de despertar, de ya no soñar, de alejarse, de seguir su camino y esperar a que el destino los volviera a cruzar por alguna calle de Buenos Aires...

... pero quién quería despertar.



Para Alejandro.