sábado, 28 de mayo de 2011

Antonio

Es 1998. Mayo.

Estoy en tercer semestre de preparatoria, sobreviviendo los dulces y confusos diéciseis años. No uso maquillaje y soy realmente muy tímida. Me siento en el último lugar de la segunda fila más cercana al escritorio del profesor. Mi libreta universitaria tiene cuatro separadores y en cada uno de éstos tengo escrito algún poema o frase. Soy muy romántica. En la parte de atrás de mi libreta está escrito cien veces mi nombre. Bueno, casi cien. Hay muchos triángulos. También escribo cachitos de canciones.

El profesor de Cálculo está hablando y yo tengo la libreta llena de calaveras y diablitos que invaden mi corazón. Escribo y Antonio me mira. Escribo y me ruborizo. Y él no quita sus ojos de mí... o al menos eso creo. Se sienta a mi lado, junto a la ventana. Antonio es alto, tiene cabellos y ojos negros. Tiene manos grandes y una hermosa sonrisa. Y no puedo sostenerle la mirada, ni hablarle. Es que nunca sé qué decir.

La particularidad es que este día decidimos la especialidad a tomar durante el último año de escuela. Antonio me pregunta que tomaré, le contesto: "Negocios". Antonio me dice: "¿Qué quieres de la vida?" Y no sé que quiero. Y yo sólo me quiero en sus brazos.

Pasan los años y hoy recuerdo el cabello de Antonio sobre su frente. Hoy recuerdo su rostro preguntándome qué quiero de la vida. Hoy le contesto que no sé que quiero, que ya ni en sus brazos me quiero.

Y nada, que esto no tiene nada que ver con Antonio. Es sólo que un hombre de grandes ojos negros siempre será un buen pretexto.




sábado, 21 de mayo de 2011

No te quejes, no hagas caso.

Toma el lipstick rojo de su bolsa y dibuja una boca más grande. Aprieta los labios uno contra otro, se mancha los dientes. Le hace caras al espejo y pasa el dedo sobre ellos para limpiarlos. Está lista. No, no pudo ocultar algunas muchas arrugas de su rostro, ni sus dolores. Ni pudo borrar tampoco algunos recuerdos de sus ojos. Y se niega a ocultar los cabellos canos entre los negros, porque “son mis años bien vividos”. Se mira al espejo y hace un bailecito mientras se dice: “Sigues estando buenona, María. No te quejes, no hagas caso.” Se acomoda el vestido corto de tirantes y con estampado de flores. Se sube a los tacones de charol y da medias vueltas a cada lado mientras se pone el perfume que guarda celosamente en su clóset para noches como ésta. Huele a humedad, pero no lo nota. Ella dice oler a gardenias, las flores que cree son las que están pintadas en la caja vieja del perfume.

Sale de casa buscando un taxi. —Llévame al Olvido, guapo —dice al taxista—, quiero bailar.

Entra al lugar y se siente en la barra, le dan el mismo trago de siempre. Después de un rato, un hombre le sonríe y pasa a su lado rozándole el brazo. Ella se acomoda el cabello y toma del vaso que es ya más hielo derretido que bebida. Se mueve casi al ritmo de la música. El hombre llega a su lado y le invita otro trago. Van a la pista y con cualquier canción se deshace. No baila, simplemente se deshace. Quiere perderse y los tragos que vienen le ayudan. También el hombre, al que le da un poco de mal amor entre canción y trago y canción; hasta que un no lo encanija y ella regresa a su lugar. —Aquí sobran machos —le grita.

Se contonea ante cualquier ritmo. Se sonríe ante cualquier provocación. De hombres, de mujeres. Cualquiera pensaría que es calor, cuan equivocados: Es soledad. Soledad que cubre con falso calor. Soledad que dice tener frío. Soledad que ya no siente. Soledad que ya habita.

Suelta una sonora carcajada y avienta la cabeza hacia atrás como si así el lugar se llenara con su risa. Como si alguien la escuchara. Apenas sostiene el vaso mientras se mueve un poco más y hace como si no hubiera sentido el pellizco que le acaban de dar en una nalga. Se balancea un poco. Un brinco. Otra carcajada. Vuelve a disimular que no pasa nada y se lleva una mano al derriére. Otra mano ya está ahí.

Toma de su vaso torpemente, brinda con el hombre que ahora la toma de la cintura y le dice palabras al oído. Que le endulza la noche sin saber que no hay manera de endulzarle ni la noche ni la vida a esa mujer. Se acerca a ella y percibe la humedad. Se confunde. No le importa. El hombre le ensaliva el cuello y el hombro. La llena de verborrea que no entiende y que desde un principio no quiso entender.

Él habla. Ella piensa en las estrellas. En que son para que la gente las admire, para que la gente las quiera tener sin poder alcanzarlas. Ella es una estrella. Pero de las otras, de las que están más lejos en el cielo, de las que están siempre solas. De las que nadie ve y, cuando alguien las nota, siempre se dejan alcanzar. De las que siempre quieren que alguien las tenga. Porque qué más da.

Sale del lugar tambaleándose, dispuesta al amor. Entonces el amor es un grito fingido que ni siquiera ella escucha. Entonces el amor no fue. Otra vez.

La noche se acaba. Baja otra vez su vestido, vuelve a apretar los labios al tiempo que deja un cuarto y un hombre malolientes. Sale a la calle y el olor de la madrugada le entra por los poros confundiéndose con su humedad.

Y no está frente al espejo pero puede ver cada una de las líneas en su rostro. Puede ver sus dolores. Y no está frente al espejo y puede ver cada uno de sus recuerdos con los ojos apagados. Puede ver, ya, su pelo completamente cano. No, no está frente al espejo pero se dice: “Sigues estando buenona, María. No te quejes, no hagas caso.”



viernes, 20 de mayo de 2011

Quiero vivir

Esa noche le prometí que le escribiría algo. Algo —le dije, para que duermas tranquilo. Para que sueñes sonriendo. —¿Lo prometes? —me dijo mientras alzaba el dedo meñique esperando mi respuesta. —Lo prometo —respondí al tiempo que unía mi meñique al suyo.

Besé su frente y su mejilla. Lo abracé fuerte y le cobijé. Enseguida recuperó el sueño y en su rostro plácido se dibujó una sonrisa. Volví a la cama, me quedaban muy pocas horas de sueño. Y me quedaba muy poco por decir.

En algún momento le escribía un cuento a diario. Cuentitos. Cuentos que él escuchaba atento y sin pestañear. Cuentos en los que casi siempre el protagonista era él. Cuentos que él esperaba cada noche. Cuentos que detenían el tiempo y nos dejaban vivir en ellos.

Ahora todo era diferente. Ignacio ya no estaba, y con él se fue el hogar, se fue el calor. Se me fue la vida, como en los cuentos que escribía. Mi pequeño no podía entenderlo. Explicarle que papá no regresaría por la tarde no fue difícil, lo difícil era decírselo cada día porque él seguía esperando que esa puerta se abriera. Y yo también.

Poco a poco fui desapareciendo. Era tan extraño ser lo que siempre aseguré no sería. Era tan extraño verme desde afuera y no querer salir. Por el contrario, quería entrar más. Sólo quería esconderme. Sólo quería no decir.

Entonces, esa noche, un grito me llamó a su recámara. Mi pequeño tenía el rostro cubierto de lágrimas, temblaba. Con sus manitas muy juntas me dijo: "Mami, quiero regresar a uno de tus cuentos. Quiero vivir."

Tenía razón, necesitábamos vivir. Y yo tenía tan poco por decir. Pero es mi pequeño, y se lo prometí.



domingo, 8 de mayo de 2011

Diálogos con el amor

—¿Siempre vas como jugando por la vida?

—Sólo cuando te encuentro.

sábado, 7 de mayo de 2011

Que te toque

Que te toque —me dices que te toque.

Que me acerque, que camine en tu espalda.
Que acaricie los cabellos que nacen en tu nuca, que suba despacio.
Que el coral de mis uñas se pierda en el negro de tus cabellos.
Que te toque.

Que mis manos te reconozcan, que mis manos te inventen.
Que mis ojos te deshagan, que te incomoden.
Que mis labios te endulcen. Que mi lengua te enrede.
Que te queme.

Que me asome en tu cuerpo, que te encuentre.
Que viva en tu cuello, que descanse en tu pecho.
Que me destierre en tus brazos.
Que te consuma.

Pero algo pasa que no respondo,
que no te escucho.
Quizá es sólo que aún no sabes
que es a mí a quien hablas.

Cruce

Es hora. Y contenemos el aliento, la mirada, los nervios. Nos sentamos derechitos, o caminamos despacio. Decimos que vamos de compras, que vamos de visita. Decimos no traer nada cuando llevamos un montón de esperanzas hechas nudo en el estómago. Decimos que vamos “ida y vuelta” cuando por nuestra mente cruza la idea de no regresar. Vamos con un casi sueño en la bolsa, con un casi sueño porque la gente de ahora ya no sueña. La gente de ahora, la gente que espera, deja tan temprano la cama que ya ni tiempo le queda para soñar.

Decimos que el país está jodido, que necesitamos ir allá, que allá si hay dinero, que “es preferible ser pobre allá que ser pobre acá”. Decimos que “al menos allá si se nota en donde queda el dinero”. Decimos que acá trabajamos porque llevamos una hoja rosa de seguro social que no es válida. “Es que hoy descansé”, “es que voy de shopping” y “voy a ver a mi tía enferma”. Decimos “good morning” y fingimos una sonrisa de tranquilidad acompañada de una mirada de seguridad falsa. Y pasamos las preguntas fingiendo tener una vida arreglada mientras pensamos “qué voy a hacer si me dicen que no”, porque el país está jodido.

Decimos que acá ya no hay trabajo y decimos que ya sabemos cómo emigrarnos, que “ya hablé con un abogado que cobra caro pero es seguro”, que “mi papá me va a emigrar”, que “me voy a casar y así consigo los papeles más rápido”. Decimos que sólo es por un tiempo, “en lo que la cosa mejora”, pero la cosa es que la cosa sólo empeora.

Entonces llegamos allá y trabajamos. Qué “shopping” ni qué nada. Y no podemos evitar sentirnos atrapados. Porque estamos allá queriendo estar acá. Porque no estamos contentos con nada, porque el país está jodido pero amamos ser de él. Y de repente tarareamos algo muy mexicano y nos damos cuenta que no somos los únicos tarareando, que no somos los únicos extrañando. “Pero mis hijos merecen un mejor futuro”, decimos.

Y sentimos que lo estamos engañando. Nos sentimos traidores. Nos sentimos cobardes. Porque estamos huyendo, porque podríamos estar acá haciendo algo por él. Pero entonces nos preguntamos si él ha hecho algo por nosotros. Y entonces decimos que quizá él nos traicionó primero, que quizá todo este tiempo nos hemos sido infieles. Que quién sabe desde cuándo nos abandonamos. Y suspiramos. Y volvemos a hacer nada. Y volvemos al trabajo.

Y al fin decimos “goodbye”, porque ya acabó el día, mejor, acabó la semana. Y es hora de regresar. Y ahí vamos todos, bajando del "trolley", cansados de a madre pero obedeciendo el semáforo, porque allá no caminamos hasta que el monito caminando del semáforo verde aparezca, como acá no. Y vamos subiendo el puente con el rostro llena de pesadumbre. Y es viernes y son las cinco de la tarde. Y a cada paso nos vamos sintiendo libres, a cada paso vamos sintiendo nuestro hogar. Y no volteamos atrás. Nunca volteamos atrás.

Y en cada paso nos convencemos que sólo es por un tiempo, que algún día todo acabará. Y esperamos que sea allá pero deseamos que acabe acá. Y nos acercamos. Y una puerta giratoria nos hace sentir en casa pero no aminoramos el paso. Y seguimos sin voltear. Como si alguien nos siguiera, como si lleváramos la culpa que no es culpa en el rostro. Y de pronto nos descubrimos a paso lento entrando a nuestras calles, a nuestro barullo. Y subimos al camión viejo lleno de adornos, de luces y colores, y escuchamos al chofer cantando un narcocorrido. Y —a pesar de todo— al fin respiramos.

domingo, 1 de mayo de 2011

De cielo, lluvia y caídas.

Con la mitad de mis pies juntitos en el aire y girando la cabeza a ambos lados de la calle, me detuve en la orilla de la banqueta. Había recorrido casi todo el malecón sin sentir el paso del tiempo. Pensaba cruzar, así que bajé de la nube y tomé las precauciones necesarias. “Aquí no se detienen” —recordé. Calculé la distancia del carro que venía y crucé. Al pisar el otro lado de la acera miré una vez más el cielo, él me regresó la mirada con un guiño y dejó escapar una gota que resbaló por mi mejilla desapareciendo en mis labios.

Entré a la farmacia de la esquina anunciada por un trueno que me hizo brincar y luego reír por lo tonta que debí haberme visto brincando mientras la gente seguía como si nada pasara. Tomé un cepillo de dientes y una crema, ya en la caja tomé un folleto que anunciaba una obra de teatro para esa noche, planeé ir a verla. Di la vuelta y una cortina de lluvia tupida me detuvo. La gente entraba y salía. Se nos caía el cielo. Y todos lo ignoraban. Y yo simplemente no podía.

Volví a bajar de la nube para cruzar una segunda calle, esta vez a paso lento. Entré un tanto mojada y sacudiéndome al local. Pasé mis pies por el tapete de la entrada mientras respiraba hondo y me llenaba de mi aroma favorito: Café.

Ahí dentro también ignoraban la tromba. Estiré el cuello para buscar mesa, miraba entre tazas, entre pláticas, entre amantes del café. Encontré mi esquina flanqueada por dos grandes ventanales. Era perfecta. Ordené lo mismo de siempre y recibí la sonrisa de siempre. Saqué mi libro, intenté leer, pero este mundo celoso. Ese cielo celoso que siempre quiere todos mis ojos para él. Leía y miraba. Miraba y leía. Llegó el café y abandoné definitivamente todo intento por leer.

Acerqué la tasa con las dos manos. Olí el café. Me emborraché. Antes del primer sorbo miré hacia afuera: Se nos caía el cielo. Se nos caía sobre el malecón. Se nos caía en los ojos. Se nos caía en techos, en autos. Se nos caía en el pecho. Se nos caía en turistas, en niños jugando. Se nos caía en el mar.

Y me sentí tan frágil. Tan pequeña. Tan completa. Bebía mi café y me veía tan ausente de certezas. Allá afuera se nos caía el cielo y yo sólo era. Sola era. Fue entonces cuando, satisfecha, le devolví el guiño al cielo.