Es hora. Y contenemos el aliento, la mirada, los nervios. Nos sentamos derechitos, o caminamos despacio. Decimos que vamos de compras, que vamos de visita. Decimos no traer nada cuando llevamos un montón de esperanzas hechas nudo en el estómago. Decimos que vamos “ida y vuelta” cuando por nuestra mente cruza la idea de no regresar. Vamos con un casi sueño en la bolsa, con un casi sueño porque la gente de ahora ya no sueña. La gente de ahora, la gente que espera, deja tan temprano la cama que ya ni tiempo le queda para soñar.
Decimos que el país está jodido, que necesitamos ir allá, que allá si hay dinero, que “es preferible ser pobre allá que ser pobre acá”. Decimos que “al menos allá si se nota en donde queda el dinero”. Decimos que acá trabajamos porque llevamos una hoja rosa de seguro social que no es válida. “Es que hoy descansé”, “es que voy de shopping” y “voy a ver a mi tía enferma”. Decimos “good morning” y fingimos una sonrisa de tranquilidad acompañada de una mirada de seguridad falsa. Y pasamos las preguntas fingiendo tener una vida arreglada mientras pensamos “qué voy a hacer si me dicen que no”, porque el país está jodido.
Decimos que acá ya no hay trabajo y decimos que ya sabemos cómo emigrarnos, que “ya hablé con un abogado que cobra caro pero es seguro”, que “mi papá me va a emigrar”, que “me voy a casar y así consigo los papeles más rápido”. Decimos que sólo es por un tiempo, “en lo que la cosa mejora”, pero la cosa es que la cosa sólo empeora.
Entonces llegamos allá y trabajamos. Qué “shopping” ni qué nada. Y no podemos evitar sentirnos atrapados. Porque estamos allá queriendo estar acá. Porque no estamos contentos con nada, porque el país está jodido pero amamos ser de él. Y de repente tarareamos algo muy mexicano y nos damos cuenta que no somos los únicos tarareando, que no somos los únicos extrañando. “Pero mis hijos merecen un mejor futuro”, decimos.
Y sentimos que lo estamos engañando. Nos sentimos traidores. Nos sentimos cobardes. Porque estamos huyendo, porque podríamos estar acá haciendo algo por él. Pero entonces nos preguntamos si él ha hecho algo por nosotros. Y entonces decimos que quizá él nos traicionó primero, que quizá todo este tiempo nos hemos sido infieles. Que quién sabe desde cuándo nos abandonamos. Y suspiramos. Y volvemos a hacer nada. Y volvemos al trabajo.
Y al fin decimos “goodbye”, porque ya acabó el día, mejor, acabó la semana. Y es hora de regresar. Y ahí vamos todos, bajando del "trolley", cansados de a madre pero obedeciendo el semáforo, porque allá no caminamos hasta que el monito caminando del semáforo verde aparezca, como acá no. Y vamos subiendo el puente con el rostro llena de pesadumbre. Y es viernes y son las cinco de la tarde. Y a cada paso nos vamos sintiendo libres, a cada paso vamos sintiendo nuestro hogar. Y no volteamos atrás. Nunca volteamos atrás.
Y en cada paso nos convencemos que sólo es por un tiempo, que algún día todo acabará. Y esperamos que sea allá pero deseamos que acabe acá. Y nos acercamos. Y una puerta giratoria nos hace sentir en casa pero no aminoramos el paso. Y seguimos sin voltear. Como si alguien nos siguiera, como si lleváramos la culpa que no es culpa en el rostro. Y de pronto nos descubrimos a paso lento entrando a nuestras calles, a nuestro barullo. Y subimos al camión viejo lleno de adornos, de luces y colores, y escuchamos al chofer cantando un narcocorrido. Y —a pesar de todo— al fin respiramos.
Conmovedor.
ResponderEliminarDiana y sus flechas certeras.
TeTe