domingo, 28 de agosto de 2016

Cumpleaños


La luz del cuarto de mis padres estaba encendida, mamá doblaba ropa pequeña, me asomé y pregunté qué pasaba. Ya va a nacer, estoy dejando que tu papá duerma un poco y en cuanto amanezca nos vamos al hospital. Ustedes se van al partido, después van por mí, saldré por la noche. La obedecí como siempre he tratado de hacerlo, me sorprendió como conocía perfectamente su cuerpo y lo que pasaría.

Por la mañana fuimos a los campos de béisbol, mi primer hermano, fiel compañero de toda mi infancia, tenía otro emocionante juego; sin embargo en lo único que pensábamos todos era en ir corriendo al hospital y saber qué había sido, en cuanto pudimos papá y yo fuimos a quitarnos la enorme duda. Fue niño. ¿Qué? Niño. ¿Segura? Revise bien. Sí, señor, es un niño. Incrédulos nos fuimos y esperamos a que llegara el momento de regresar por el niño.

No sé qué hicimos en el transcurso del día, salvo que mamá dijo que usara mi blusa y botas grunge con la falda corta porque cuando vestía así lucía mayor, quizá me dejaran entrar a conocer al bebé. Truco que no funcionó, creo que era imposible ocultar la felicidad de la hermana mayor de trece años. 

Lo que recuerdo era mi ansiedad por ver esa carita, ella fue tan buena que al pedirle ser yo quien lo llevara en brazos a casa no dudo ni un segundo. Me tengo en la mente cargando una nueva vida envuelto en una cobijita blanca, caminando despacio, marcando mis pasos, como sabiendo que algún día y de alguna manera él, mi nuevo pedacito en el corazón, seguiría alguno de ellos. 

Fue un domingo, un 28 de agosto, uno de los mejores días que he vivido. Yo no sé qué habría sido de mí sin ese maravilloso regalo que Dios me dio.

Feliz cumpleaños, morrillo.