sábado, 25 de junio de 2011

Favor de tocar

Supe que lo quería porque no podía dejar de tocarlo.

¿Qué había en sus manos, en su pelo, en su cara, que me hacía ir a él sin importarme que él era una persona y no sólo un objeto de mi deseo? ¿Qué extraña fuerza me arrojaba a él? ¿De dónde salían esas ganas incontrolables por tocarlo?

Aún no lo entiendo.

Era como si no él no existiera, pero sí existía porque quería tocarlo. No podía hacer otra cosa que no fuera tocarlo. Sentir su realidad. Maniobrar cualquier roce con su cuerpo para comprobar que era real, que vivía, que latía. Y que no era mío.

Lo tocaba con cualquier pretexto. Al saludarlo. Al hablar con él. Siempre había algo. Una pelusa en su ceja, una pestaña en su mejilla. Pretextos suficientes para tomar uno de sus dedos y decirle que apretara el mío y pidiera un deseo. Y lo tenía de frente y me miraba mientras pedía un deseo. Y yo lo miraba pidiéndolo a él. Y me soltaba. Y mi deseo no se cumplía.

Estar sentada detrás de él era una lucha conmigo misma. Apretar las manos para no tocar su espalda, sus hombros. Detenerme a un centímetro de su cuello, de su pelo negro. Volver a apretar la mano, tocar mi cabello y voltear hacia otro lado. Tan imposible.

Aún no entiendo cómo es que mi mirada no le quemaba. A veces se movía un poco, como si se acomodara mis ojos. Entonces yo sonreía para que sintiera mi abrazo, para que volteara un poco y me regalara un poquito de él. Nada.

En verdad, aún no entiendo cómo es que mi mirada no le quemaba. No entiendo como mis manos no podían hacerlo temblar, no entiendo cómo es que no corría, no huía. No entiendo cómo es que nunca supo que no podía dejar de tocarlo.



jueves, 23 de junio de 2011

Tía Juana

"Tijuana es la esquina del país donde rebotan todos los sueños"
Reacciona Tijuana

Llegué a Tijuana un día antes de mi cumpleaños número ocho. Venía ataviada con una falda a cuadros y… no sé cómo voy a decir esto… una blusa de Chiquiti Boom. Yo tampoco lo entiendo. Supongo que aún era el furor del México '86 o que me gustaba mover mucho los hombros… yo qué sé.

Recuerdo casi nada de aquella primera vez que toqué tierras bajacalifornianas. Mi recuerdo se construye de una fotografía tomada por mi papá en la que aparecemos mamá, hermano y yo. Estuvimos menos de dos horas en la ciudad. Apenas bajamos del avión nos dirigimos a la Central de autobuses para abordar un camión que nos llevaría a Ensenada, lugar en el que viviría cuatro años y al que guardo en un lugar especial de este corazón.

Durante esos cuatro años veníamos constantemente a Tijuana, el trabajo de papá lo exigía. De ahí mi eterno enamoramiento con el mar y el camino. La carretera escénica Tijuana-Ensenada es una silenciosa mirada en la cual perderse. Una verdadera belleza.

Lo que sí recuerdo es que no me gustaba Tijuana. Tengo la imagen de una ciudad bulliciosa, con gente y carros amontonados. Vaya, como ahora, pero es que la veía desde afuera, es que no la sentía. Cuando, por azares del destino (siempre quise decir eso), tuvimos que venir acá, la noticia no me cayó muy bien. Es más, la mayoría de la gente me decía que iba a vivir en la ciudad de la perdición. Que aquí mataban. Sí, todas esas cosas que aún se dicen.

Contaba entonces doce años. Entré a la secundaria dos semanas después de haber comenzado el curso y sorpréndeme, vida, Tijuana me recibió muy bien. Como estudiante, mi etapa de secundaria fue la mejor. Han pasado casi dieciocho años y hoy digo con todo mi amor que soy norteña de corazón. Y canto El Cachanilla como si hubiera nacido en la Clínica 7 del boulevard Aguacaliente. Es que yo soy tijuanense.

No sé exactamente por qué quiero tanto a esta ciudad. Y, aclarando, no estoy tratando de limpiar su imagen, ni justificar, mucho menos promoviendo el turismo. Los problemas de Tijuana, y de México, ya los sabemos todos. Yo sólo quiero decir por qué la quiero tanto. Quizás es sólo mi sentido de pertenencia, mi necesidad de amar el lugar en el que vivo.

Quizás es que aquí sentí las primeras mariposas haciendo un revuelo de mí. O el haber descubierto lo que es pasar una tarde tirada en el pasto leyendo. O el haberme enamorado perdidamente. O, muy probablemente, el haber sentido como mi corazón se hacía cachitos más de una vez.

La cosa es que a mí no me tocó vivir a Tijuana como se debe. Yo no crecí en la Libertad, en la Altamira o en la Independencia. No me tocó caminar en el Centro ni pasar tardes en el parque Teniente Guerrero, y tampoco fui a la Miguel F. Martínez. No. Yo crecí en el lado nuevo de Tijuana, ese extremo de la ciudad que se ha hecho de los tantos que hemos llegado por distintas razones. Y nos hemos quedado por la misma razón: Tijuanita nos recibió bien. Tijuanita nos trata bien.

Tijuana en la orilla. Tijuana y sus mañanas grises. Tijuana y su mar picado de agua helada. Tijuana y su clima extremoso. Tijuana y sus garitas. Tijuana y su condición Santana. Tijuana y sus tardes frescas. Tijuana y sus cerros amarillo seco. Tijuana y sus sueños. Tijuana y su gente.

Tal vez es eso, su gente. Gente que no es de aquí pero termina siendo de aquí. Pedacitos de corazón de todo México. Pedacitos de pedacitos de corazón que aún sonríen cuando caminan por Tijuana. Pedacitos de pedacitos de pedacitos de corazón que aún tienen esperanza.

Y es que quizá yo no debería decir esto en un día como hoy. Y es que quizá debería decirlo porque es un día como hoy. No lo sé. Yo lo único que quería decir es por qué la quiero tanto. Pero busco palabras y me pierdo en ellas. Y es que, vamos, ¿desde cuándo se ha podido explicar el amor?



viernes, 10 de junio de 2011

Habría que

Habría que nunca encontrarte. Nunca mirarte. Y nunca conocerte.

Habría que nunca hablarte. Y nunca, nunca confiar en ti. Quizá quererte. Pero no creerte. Mucho menos creerme dueña de ti. Sentir que sólo estoy de visita en tu cuerpo, que ahí no permanezco. Que soy una intrusa queriendo descubrir pasadizos secretos en ti.

Habría que descubrirte cada noche. Ir despacio, entre espacios. Tener miedo de tocarte, tener miedo de erizarme. Nunca sentir que conozco a la perfección tus dobleces, tus gestos. Desconocer que esa sonrisa chueca es de placer o que esos ojos volteados es por desesperación.

Habría que sentirte siempre ajeno. Ir con tacto en cada contacto con tu piel. Nunca sentirme en casa, sentir que a ti no pertenezco. Dibujarte cada noche y borrarte cada mañana. Dejarte sin huellas, como una mano sin líneas. Un camino extraño que cada vez causa temor. Y emoción. Desconcierto y alivio.

Habría que olvidar que te amo. Borrar tu cuerpo del mío. Tus palabras de mi oído, tus latidos de los míos. Olvidar. No recordar, incluso, tu nombre. Sorprenderme cada vez que te vea. Aún más, no reconocerte. Sonreírte como a un extraño en medio de la calle. Titubear. Dudar. Fingir. Ser mejor.

Habría que nunca romperte el corazón. Habría que nunca sentirte mío.

Se busca

Se busca mente. De contadora. La última vez se le vio en un escritorio, entre bonches enormes de papeles y analizando estados financieros. Horas antes había estado leyendo las modificaciones a la Ley del Impuesto sobre la Renta. Para personas morales. Esta noche debería estar en un examen, pero no se le ha visto pasar ni por casualidad. Pensamos que quizá puede haberse escondido entre una pluma roja y una calculadora. Pero no.

Se le buscó en un libro de auditoría, creímos verla pero desapareció. La escurridiza. Testigos oculares afirman que estuvo asomándose en un libro de Cortázar. La atrevida. Se veía muy graciosa de puntitas, con ojitos inquietantes. Otros dicen haberla visto leyendo poesía de Rosina Conde y de Eduardo Galeano. Tenía un semblante muy serio y parecía perdida, inmersa. Hubo quien se atrevió a decir que la vio sobre una hoja en blanco, acompañada de una pluma fuente. Que ambas sonreían. Las parlanchinas.

Si usted la ha visto, deténgala. Háblele y convénzala de que esto no es un sueño. Repítaselo cuántas veces sea necesario. Cuidado, tratará de persuadirlo. Es más, le darán ganas de soñar. Por ningún motivo la mire a los ojos. Pídale que le hable de contabilidad, usted responda y dé su opinión acerca de la ley del IETU. Invente, si es necesario. Pero hágala hablar: si ella calla y alza la vista al cielo, la podemos perder.

Y, recuerde, en todo momento, pellízquela: El dolor siempre la hace regresar.