martes, 28 de septiembre de 2010

Ese día

Hay días en los que una no debería atreverse a escribir. Hoy es uno de ellos.


Desperté tarde, aunque eso no es novedad. Quizá lo nuevo era el cansancio. El hartazgo que tan temprano me llenaba y no me permitía levantarme. A regañadientes lo hice a un lado, aunque no estoy muy segura de quién regañaba a quién. En fin, levantarme de esa cama fue un verdadero milagro. Sí, los milagros existen. Y aquí estoy.

Aunque no entiendo por qué. ¿Estoy? ¿En verdad estoy? Porque no sé si un saco de huesos y carne aventado en un sillón pueda estar o, mejor dicho, ser. ¿Soy? No me queda claro que estoy siendo. Ni qué estoy haciendo. Es más, viene a mi mente aquella tarde de café con dos de mis más queridas y entrañables amigas (a quiénes conozco desde la adolescencia), en la que en algún momento y por razones que desconozco terminé preguntando para qué era buena, cuál era mi talento, y ninguna de las tres supimos qué contestar. Sigo igual. No sé para que soy buena. No sé si soy, no sé si algun día seré.

Están los números. Pero, ¿por qué los números? ¿Me gustan los números? ¿Y si me equivoqué? Sí, me equivoqué. Pero para lo otro tampoco sirvo. ¿Qué es lo otro? ¡Ojalá supiera qué es lo otro! Estoy harta... ese trabajo. Necesito algo diferente, nuevo, emocionante. ¿Y si dejo todo? ¿Y si abandono todo? Voy a dejar todo, abandonar todo, absolutamente todo. Qué me importa la vida. Voy a entregarme, voy a vivir... ¿Y si mejor me duermo? Es que... mis ojos, muero de sueño.

No, lo que yo necesito es un chocolate. Quiero un chocolate. ¡Exijo un chocolate! ¿La dieta? ¿Cuál dieta? ¿Me importa la dieta? Chocolate, chocolate. ¿Qué es eso? ¡¿Una espinilla?! Genial, ya tengo pretexto físico para culpar a la adolescencia tardía de mi indecisión y mi falta de cordura. ¡Chocolateee! No, mejor el chocolate no. La dieta. No puedo comer chocolate. Ni nada. No puedo comer nada... los cachetes. Sí, se notan... más. Pero... ¡necesito un chocolate! Sí, qué rico chocolate.

Adiós chocolate. ¿Y ahora? ¿Si no soy? ¿Y si nadie me es? ¿Y si no me caso? ¿Quiero casarme? No, yo no quiero casarme. ¿O sí? ¿Para qué? Nunca nadie me va a querer, nunca nadie me va a entender. Estoy sola. SO-LA. Esto no tiene sentido alguno. No entiendo porqué desperté.

¡¿Y ahora qué?! ¿Qué es eso? Suficiente dolor tengo en el pecho como para sentirlo también en el vientre. Duele. Eso parece un cólico. ¿Es un cólico? ¿Por qué tengo cólicos? Maldita sea, ¿qué día es hoy?

Claro, hoy. Hoy es ese día, de esa semana, de cada mes. Pff, y yo que por poco abandono todo.



domingo, 19 de septiembre de 2010

De tazas y de amor

“Una taza sobre la mesa que sostiene su recuerdo entre sus manos; un nombre sobre la sombra del viento; un adiós.”

Me gustan las tazas. Grandes, cálidas. Tazas con café, tazas con amigos, tazas con historias.

Entre tazas y rehiletes, conversábamos. De encuentros, de sentimientos, de casualidades, de amor. Ella, N., fue quien escribió la frase inicial. Y ella fue quién me dijo: “Es que yo estoy muy enamorada y quiero que todos tengan amor.” Lo dijo con esos ojos tan llenos de luz y tan poco comunes, que cuando se ven, se agradecen. Recalcó: “ Yo creo que tienes el amor muy cerca, sólo que no te has dado cuenta. Deseo que tengas mucho amor.” Sonreí.

¿El amor cerca? No lo sé. Antes del verano, a la palabra “amor” y más aún, al sentimiento, no les hacía mucho caso. Ahí, en dónde va el amor, había indiferencia y negación. Pero siempre hay alguien que llega para recordarnos que lo que tenemos en el pecho se llama corazón. Corazón que late, corazón que vive. Ése alguien llegó en forma de palabras, de canciones, de risas, de detalles. Y le abracé. Y le quise. Y le dije adiós. Porque la distancia sí es barrera, porque todos los días se quiere y se deja de querer. Porque vivimos.

Termino el verano con un libro, una libreta roja y sentimientos hermosos. Lo termino agradeciendo. Termino el verano dándome cuenta que sí, que sí quiero amor. Que ya me cansé de no esperar. Que es hermoso estar enamorada. Que el adiós duele, pero a veces es necesario. Que te estoy buscando, amor.

Sí, termina el verano, pero lo que yo realmente espero, es el otoño.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cinco minutos más

"Please don't wake me, no
don't shake me
leave me where I am
I'm only sleeping."


Pocas cosas tan placenteras como cinco minutos más de sueño. Ah, ésa sensación.

Sucede que cada mañana exprimo, hasta el final, los dichosos cinco minutos. Me despierta una melodía bastante ruidosa para mi gusto por las mañanas silenciosas, pero lo suficiente para lograr despertar, estirar la mano, apagar la alarma y decirme con total compasión: Cinco minutos más.

Me hablo con tal cariño y con tal benevolencia, que me convenzo. Con frecuencia se convierten en quince, veinte, treinta y... ¡córrele! Pero cada segundo los vale.

Claro, nadie me entiende. No pueden entender el placer que encuentro en permanecer un momento más abrazada a mi almohada, enredada en mis sábanas, jugando a que no me importa que el mundo se acabe. No saben, en lo absoluto, como disfruto, saboreo, vivo, mis sagrados cinco minutos más de sueño.

Vengo y digo, ¿qué tan difícil es entender que sólo estoy durmiendo?

Cuentito

“¡Chamacaaa!” Y la chamaca subió corriendo, temblando, brincando de dos en dos los escalones para estar enfrente de su madre, antes que la última vocal del grito dejara de sonar. Es que, Doña Lola, sólo llamaba una vez.

Desde que el padre se fue, a la pobre y atormentada mujer no le había quedado más remedio que sacar adelante la enorme casa y la pequeña hija. Para la chamaca, los días pasaban entre gallineros, gritos, gatos, golpes y sapos. La madre no era mala, sino que había que meter en cintura a esa niña. O desquitar ese coraje hacia la vida en algún lado. Pobre chamaca, no era feliz, al menos no en ésos momentos.

La chamaca era feliz cuando jugaba entre las azaleas, los rosales y la fuente. Jugaba con sapos. Los tomaba de las patitas y cantaba: "Un, dos, tres, sapito va a crecer." Y sapito, crecía y crecía, hasta inflarse casi a punto de reventar. Ese día, la chamaca jugaba con un sapito. Cuando escuchó el llamado de su madre, el sapito cayó rodando y la chamaca, la chamaca se fue llorando.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Diferencia

Hoy es de esos días en los que no he dicho más de veinte palabras y ya llegué a una conclusión: La diferencia entre mis compañeros de trabajo y yo, estriba en que yo no corro.

No, yo no corro. Cuando llego a la oficina, camino lenta y cadenciosamente desde el lugar en donde estaciono mi carro hasta la puerta de la oficina. Y no es a propósito. Es sólo que debo aprovechar esos cinco minutos de nubes grises y de aire fresco, antes de sólo ver el cielo desde la ventana y sentir el aire (helado) del aire acondicionado. Cinco minutos para mí, en silencio, sólo interrumpidos por uno o dos 'buenos días'. Camino, con jugo verde en mano, acariciada por el aire, con los pensamientos lejos de mí y con una sonrisa traviesa dibujada en la cara.

Y es que, ¿para qué corro? De cualquier manera, ya llegué tarde.

martes, 7 de septiembre de 2010

Ex

Hoy recordé a ex.

Recordé que me dolió. Pero no me dolió su partida. Tampoco su ausencia. Ni las mentiras. No me dolió la soledad. Ni que se haya llevado mis besos, mis caricias, mi esperanza. ¿Las promesas rotas? Nada. No me dolieron sus ojos, ni sus manos. Ni siquiera el hecho de que él sí supo qué hacer con su vida, mientras yo aún no sé en dónde estoy parada. No, eso no me dolió.

Lo que realmente me dolió fue la canción. Sí, la canción. Nuestra canción, de nosotros. Su canción, de ellos. ¡La misma canción!

Qué falta de creatividad, caray.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El primer post

No, no es el primero, pero debió serlo. Los nervios, la emoción, el miedo, a fin de cuentas algún sentimiento, me hizo brincarme el primero. Pero aquí estoy.

Y lo primero del primero es agradecer a C., por la libreta roja, por todo. Él lo sugirió, escuché y le hice caso: Lo estoy intentando. ¿Qué intento? Exactamente no lo sé. Quizá intento decir algo. Quizá intento callar. Tal vez necesito un pasatiempo. O, muy probablemente, un desahogo. Lo cierto es que decidí escribir porque me gusta. Así, simple y sencillo, como yo. Y empiezo a hacerlo en un momento de fragilidad, de nostalgia y sobre todo de confusión. Cubro los requisitos, ¿cierto?

Me gustaria que me leyeran, desde luego. Trataré de no hacerlo tan mal. Desconozco si volveré a escribir o la frecuencia con que lo haga. La intención la tengo y, por ahora, eso me basta.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El hueco


Lo jodido de enamorarse y desenamorarse es el hueco. Sí, ese hueco que sin más desaparece y sin más regresa. Sería muy aventurado afirmar en dónde está, porque, claro, nunca lo he visto, pero a juzgar por lo que he sentido, creo que está entre el corazón y el estómago. O por ahí.

A decir verdad había olvidado que vivía en mí, lo tenía bastante ignorado. O quizá el muy sinvergüenza sólo se escondía y esperaba el momento en el que más enamorada estuviera para asomarse y decirme: "¡Éjele! Aquí estoy". Y, pues sí, ahí está. En el mismo lugar y con la misma gente. Resulta que otra vez pasó y, ayer, rodeada de gente, justo a la hora de la comida y entre risas, me di cuenta que ahí estaba. Tan hondo, tan él. Como si no se hubiera ido nunca, al contrario, se sentía como en casa, el desgraciado.

No sé cuanto tiempo estará aquí, tampoco sé si estará paseando entre mis recuerdos o entre mis presentes, por eso es que creo que lo mejor sería aprender a quererlo. Sí, quererlo. Así, cuando me enamore, nos alejaremos, pero sólo para darnos un tiempo y no caer en la rutina. Luego, al desenamorarme, lo buscaré y empezaremos como la primera vez: Ilusionados, disfrutándonos, compartiendo cada canción, cada lágrima, cada maldición.

Así es que, con su permiso, tengo un hueco a quien querer.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Lo que me gustaba

A mí lo que me gustaba era verlo escribir. Sentado, con la cara muy cerquita de la libreta, escribía. Absorto en sus pensamientos, esa pluma parecía bailar. Yo disfrutaba, veía sus manos moverse al compás de las letras.

Era su expresión. Su mirada sonreía al escribir, yo lo observaba, detenidamente. Lo escudriñaba de tal forma que casi podía descubrirme. Aunque estoy segura que lo sabía, por eso sonreía.

Y entonces empezaba a imaginar. Me inventaba historias con su mirada y con su sonrisa. Y con sus manos. Quizá escribía de mí, quizá escribía de él, de nosotros, de ellos. Quizá era una carta de amor, o los deberes del día siguiente, la sonrisa nunca desaparecía. Y a mí, lo que me gustaba, era verlo sonreír.