“¡Chamacaaa!” Y la chamaca subió corriendo, temblando, brincando de dos en dos los escalones para estar enfrente de su madre, antes que la última vocal del grito dejara de sonar. Es que, Doña Lola, sólo llamaba una vez.
Desde que el padre se fue, a la pobre y atormentada mujer no le había quedado más remedio que sacar adelante la enorme casa y la pequeña hija. Para la chamaca, los días pasaban entre gallineros, gritos, gatos, golpes y sapos. La madre no era mala, sino que había que meter en cintura a esa niña. O desquitar ese coraje hacia la vida en algún lado. Pobre chamaca, no era feliz, al menos no en ésos momentos.
La chamaca era feliz cuando jugaba entre las azaleas, los rosales y la fuente. Jugaba con sapos. Los tomaba de las patitas y cantaba: "Un, dos, tres, sapito va a crecer." Y sapito, crecía y crecía, hasta inflarse casi a punto de reventar. Ese día, la chamaca jugaba con un sapito. Cuando escuchó el llamado de su madre, el sapito cayó rodando y la chamaca, la chamaca se fue llorando.
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