miércoles, 30 de noviembre de 2011

Amanecer

Nadie preguntó cómo se sentía. Las palmadas en la espalda, las sonrisas de dolor y los ojos llorosos le decían incesantemente que todo iba a estar bien. Parecía que todo en esa noche llegaba por medidas: centímetros de abrazos, litros de café, toneladas de pesar. No pensaba en el dolor porque no le dolía, había nada en su corazón. Estaba ocupadísimo en los trámites; en el café y el pan que se acababa; en sus hijos que de vez en vez, y de a uno por uno, soltaban un llanto estruendoso que buscaba su consuelo. Los consoló, les dio fuerza, les dijo que todo iba a estar bien aunque no sabía lo que eso significaba, se lo habían repetido tanto que empezaba a creerlo, o a acostumbrarse.

La noche fue corta, más de lo usual. El barullo de risas contenidas, rezos y sollozos lo mareaban. Una de sus hijas lo tomó de las manos y le dijo que era hora de irse. Alcanzó a musitar un pero; ella lo detuvo. Tienes que descansar, papá. Asintió en silencio. Miró al fondo, lo único que alcanzó a ver fueron un par de velas encendidas que temblaban con él.

El siguiente día fue aún más confuso. Por la mañana había gente que nunca había visto y que le daban la mano y lo abrazaban con los ojos que había conocido una noche anterior. Se dio cuenta que se movía y articulaba palabras por inercia, unas horas después no recordaba nada. Al mediodía la gente empezó a irse. Sintió un día cálido, de ésos que se abrazan.

Estaba perdido, fuera de foco, en blanco. Había un zumbido en sus oídos y un dolor en su cabeza, o en su cráneo, o en su corazón. Indefinible. Se sentía en la orilla de un precipicio, inmóvil, apretando algo con la mano y plenamente convencido de querer ser compañía, una vez más. A veces un llanto fuerte lo regresaba y sentía a uno de sus hijos tomándolo firmemente del brazo. Todos lloraban, algunos gritaban, miraban al fondo. Más de uno gritó no. Él llevaba más de diez horas sin hablar porque simplemente no tenía nada qué decir.

En algún momento dejó de apretar la mano, en algún momento se alejó del precipicio, en algún momento dejó de mirar el suelo, en algún momento caminó hacia el autómovil y en algún momento oscureció y llegó a su casa. Se sentó en su sillón favorito rodeado del mismo barullo, los mismos ojos y las mismas manos. En algún momento también llegó el silencio.

¿Estarás bien, papá?

Yo siempre estoy bien, criatura. Pónle el seguro a la puerta cuando te salgas, yo me voy a dormir.

No sentía nada, no extrañaba nada. Hasta que despertó.

No jales la cobija, mujer, que hoy amaneció muy helado. Y ándale, pásame mi medicina de las 6 que ya se me está pasando. Mujer, te estoy hablando, mi medicina. Mujer…



sábado, 12 de noviembre de 2011

A tiempo

A veces me gusta imaginar qué es lo que hacías en alguna fecha en particular. Por ejemplo, a veces recuerdo el invierno aquél que fuera escenario de mi primer beso. ¿Que si hacía frío? No lo sé. Yo estaba joven y enamorada, y bien sabes que en tal estado es imposible sentir frío. Calor, mis mejillas ruborizadas, eso sentía.

Y entonces, ¿qué hacías en ese invierno? Quizás también sentías calor, sí, la edad favorita del amor es la adolescencia. Tuvimos que estar enamorados al mismo tiempo en algún momento. Quizás alguna vez besamos a la misma hora. O hicimos berrinche. O nos enojamos con nuestro mejor amigo. Lo que estoy segura sí hicimos al mismo tiempo y aún hacemos es soñar. Amamos soñar despiertos. Y nos sale tan bien. Mira, podríamos fabricar sueños, ser sueñólogos.

Como la vez que iba con madre en el carro. Después de nosécuánto tiempo reaccioné y decidí no volver a soñar despierta cuando fuera copiloto de la señora bonita. Debo aprovechar estos momentos para hablar con ella, me dije. A la fecha, el mejor momento para hablar con madre es cuando vamos en el carro. También reímos mucho.

Reímos como cuando jugaba con mi hermano y caímos dentro de una jardinera. Yo llevaba mi vestido favorito: un jumper color guinda de pana. ¿Recuerdas la pana? Siempre me gustó. Quizá también usamos pana al mismo tiempo, o una chamarra del mismo color. No sé. Me da risa recordar cosas como la tela, me siento vieja. Sí, vieja. ¿Leíste mi sonrisa? Es de satisfacción, sabes. No puedo renegar ni enojarme con mi edad después de que justo a esta edad te reencontré. No, por el contrario, la celebro. Me celebro. Nos celebro.

Celebro como niña. Como cada víspera de Navidad en la que encontraba los regalos escondidos debajo de la cama o en el clóset. Mira, tal vez un día nos encontramos al agacharnos para buscar algún regalo. Así descubrí lo de Santa Claus. Ah, pero ayudé a mis padres, sin que ellos supieran, a guardar el secreto a mi hermano. Una vez alguien un poco desconsiderado le dijo a mi hermano: el año pasado aquí teníamos escondida tu patineta. Me puse roja del coraje. No dije nada, cambié el tema para que mi hermanito no supiera. Creo que ese día también llevaba el jumper guinda, o no sé, quizá me gustaba tanto que los pocos recuerdos que tengo de mi niñez siempre visten un jumper guinda.

Recordé tu chamarra guinda. Qué cosas, sigo hablando de telas. Y sonrío y no me siento vieja, me siento de quince. Amo como de quince, vivo como de treinta y vuelo como de ti. Vuelo. ¿Qué hacías en aquel verano de mi primera vez subiéndome a un avión? Yo abandonaba todo. Bueno, casi todo. Abandonaba una ciudad junto con mis padres. Abandonábamos un sueño cumplido por otro por cumplir. Siempre los sueños. Como hoy.

Hoy sueño, hoy sé que sueñas. Hoy hacemos algo al mismo tiempo: hoy volamos.





miércoles, 26 de octubre de 2011

Libre

Mi cabeza no daba para más, sólo cabían él y Mozart. Giraban y rodaban dentro de mí. Cerraba los ojos y los sentía. Los cerraba más. Sentía. Cerraba los ojos y sólo pensaba en sentir.

Porque, claro, yo no sabía de música, de tonos, de instrumentos, de nombres. Yo sabía de sentir. Y sentía. Podría decir y señalar todos los momentos en los que mi piel se erizó. Todos sus momentos y todos mis momentos. Fue cuando decidí convertirme en viajera. Viajera de su vida, viajera en su vida. Lo que pasa es que ese día se me ocurrió que lo único que quería era descubrirme en su cuerpo, en su ser.

Sí, yo también creo que no pude haber elegido mejor momento. Sostenía un vaso pequeño con algo de tinto, escuchaba, sentía y decidía. No, no decidía, concretaba. No había mejor lugar para mí que su lugar. Mi yo completa en su yo completo. Mi yo con su tú y su tú con mi yo. Sí, también me sentí terriblemente confundida, tanto, que tomé la hoja, la arranqué, la hice bolita y la aventé. Esta es otra hoja. Como yo en él, como él en mí.

Somos una hoja en blanco y nos estamos escribiendo. Todavía confundida decidí dejar de lado al mí, al tú y al yo. Me incliné por algo que nos encerrara a ambos; no fue jaula, no fue prisión, fue tuya y tuyo, mío y mía. Fue voluntario, fue encerrarnos, fue reencontrarnos. Fue libertad.





miércoles, 21 de septiembre de 2011

Cuando los sueños

Reían tanto, no podían dejar de hacerlo. Contagiaban.

Ella sonriente, radiante, lo tomaba de la cara y le acariciaba. Él se entregaba en sus dos manos, le daba su rostro, le daba su sonrisa, le daba la vida. Entonces ya la tenía tomada por la cintura apretándola hacia él, llenándole la vida de cosquillas, de su barba traviesa.

Se cantaban sonriendo, se entregaban dichosos, se amaban juntos. No paraban de tocarse. Era como si al pasar las yemas de los dedos por sus narices, por sus ojos y por sus labios, las construyeran una y otra vez. Parecían esculpir al amor.

Eran una fotografía que yo miraba de lejos. Lentamente miré a mi alrededor y, asombrada, vi como cada mínimo contacto entre ellos nos cambiaba a todos, nos movían al mundo.

Cuando ella pasaba su mano blanca sobre la mejilla de él, las ramas con hojas pequeñitas de un árbol muy alto se mecían. Cuando él cerraba los ojos para dejar que ella los besara, los gorriones cantaban más fuerte y dulce. Cuando ella sentía que él la acercaba más, los niños dibujaban al mismo tiempo castillos en sus cuadernos. Cuando él la miraba fijamente a los ojos, el sol brillaba tanto que parecía derretirse. Cuando ella le acariciaba las cejas; todas las letras de los periódicos, de los anuncios y de los libros, se inclinaban y parecían bailar. Cuando él le besaba tiernamente la nariz, invadía un aire fresco que nos despertaba más. Cuando ella le delineaba los labios con los dedos, las nubes tan blancas hacían curiosas formas sin forma. Cuando se sonreían mirándose en complicidad, de entre las flores surgían mariposas amarillas que con cada revoloteo hipnotizaban.

Pero cuando ya no hubo ningún espacio entre ellos, cuando su piel se hizo una, cuando respiraban el mismo aire, cuando el aliento de él fue el aliento de ella, cuando sus labios al fin se unieron en un beso; todo, absolutamente todo se detuvo.

La campanita del paletero quedó en un sólo tilín; el globo que se le escapaba a una pequeña quedó entre sus manitas y la mitad de un pino; uno de los abuelos que jugaba ajedrez quedó a medio pensamiento de cómo hacer jaque mate con su torre; el mimo regordete que entretenía a unos pocos niños, quedó atrapado porque la ventana que intentaba abrir quedó justo a la mitad y no cabía; la familia que hacía picnic se quedó con hambre porque los bocadillos no alcanzaron a llegar a la boca; el balón de fútbol de los chicos que jugaban quedó a media trayectoria hacia la portería; los trinos, los gorgoteos, el barullo, el aire; todo detenido.

Entonces, aún más asombrada, algo me hizo voltear al cielo. No podía creerlo: estaban ahí todos los colores que había y no había visto en mi vida. Pero eso no era todo, de una manera inexplicable el sol y la luna se miraban de frente, resplandecientes; el sol daba su brillo a la luna y ésta le sonreía. Sí, sonreía y brillaba y ellos juntos, sol y luna, iluminaban el cielo con todos esos colores.

Poco a poco bajé la vista, miré otra vez a mi alrededor, todo seguía igual, sin movimiento. Regresé mi vista hacia ellos y los vi entregarse en ese beso. Fue cuando me pregunté por qué yo no me había detenido, cómo fue que pude ver cada uno de los momentos mágicos que sucedieron.

Me levanté de la banca en que estaba, tomé mi libro y respiré hondo. Entonces comprendí, ellos también movieron mi mundo, sí me detuve.

Yo estaba detenida desde hace mucho tiempo en el más hermoso sueño.


sábado, 3 de septiembre de 2011

Comala

Aún puedo verme sentada en esa hamaca, respirando el aire fresco de Comala.

Fue la misma tarde en la que te empeñaste en salir a buscarla porque te había dicho nos hacía falta en el porche. No acababa de decir porche cuando ya te estabas burlando de mis palabras de norteña. Musité un ash y miré al cielo, te dije que iba a llover. Me diste un beso en la nariz y dijiste, llueva o truene, hoy tienes tu hamaca. Diste la vuelta y te fuiste silbando, te miré sonriendo hasta que te me perdiste entre los árboles.

Pues sí, terco, regresaste empapado. Yo seguía esperándote en el mismo lugar con mi cara de te lo dije, tú me miraste con tus ojos de sí, tú siempre tienes la razón mientras alzabas una bolsa de plástico en la que se alcanzaban a ver hilos de varios colores: Mi hamaca. La colocaste casi al ritmo de la lluvia, la estrenamos mientras escampaba.

Decidimos salir a caminar, hacía una noche fresca; tanto, que aún siento ese airecito en mi cara. Fuimos por un helado, te divertía verme golpeándome un brazo y luego otro para espantar a los mosquitos. Es que eres de sangre dulce, trompuda, decías mientras me besabas y me tomabas de la cintura.

Sí, aún puedo ver, también, tu sonrisa amplia y tus ojos oscuros tan claros. Eres transparente, te dije. Soy tu reflejo, me respondiste. Siento más. Siento tus dedos jugando entre los míos, esa curiosa forma en que los entrelazabas y jugabas con ellos. Era magia no sentir pasar las horas, es magia sentir hoy todo lo que dijimos y todo lo que callamos. Cómo te guardaba secretos y cómo los ibas descubriendo. Aún siento tu piel en mi piel y tu ser en mi ser. Entonces nos adueñábamos de la noche.

Vienen a mí las mañanas cubiertas de niebla. Adoraba despertar y acercarme a la ventana. Adoraba respirar. Pero adoraba más tus brazos rodeándome por la espalda, besando mi cuello y respirando junto a mí. Sabías lo mucho que amaba mi cielo gris y lo disfrutabas conmigo. ¿Café? Preguntabas mientras te perdías en mi pelo.

Recuerdo tanto a Comala que es como si alguna vez hubiera estado ahí. Recuerdo tanto tu presencia que es como si alguna vez hubieras estado conmigo. Quizás es sólo que ya tengo una historia más para contarnos.



domingo, 21 de agosto de 2011

Una mujer de treinta

Ese día lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Lucía tan... tan… pues tan recién levantada, ¿qué más? Mientras me encontraba nuevas líneas de expresión (es que siempre he sido muuuy expresiva) vino a mí el primer consejo que una mujer de treinta puede dar: No mirarse en el espejo al despertar. Jamás. O bueno, a menos que tengas veinte años o tengas unas cremas carísimas que medio oculten las expresiones.

Ocultar las expresiones, qué cosa más triste. Bueno, me quedé ahí, parada, mirándome. Levanté mi blusa y me paré de lado viendo mi vientre, como cuando se mira una mujer embarazada. La diferencia es que yo cuidaba que la pancita no hubiera crecido durante la noche. No fuera siendo. Levanté un poco más y con ambas manos comprobé que mis bubis seguían igual. Estaba en eso cuando me di cuenta de que una mujer de treinta pues ya no dice bubis, una mujer de treinta pues dice tetas. Entonces, mis tetas seguían ahí. Mirándolas pensé en mi primera premisa de mujer de treinta: Es una ventaja ser copa A, las tetas no se caen... o al menos no tan rápido. Justo ahí surgió el segundo consejo de mujer de treinta: Hay que verle el lado bueno a todo. A todo. Incluyendo a las tetas pequeñas.

Me di vueltas frente al espejo, izquierdaderecha-derechaizquierda. Le di la espalda al espejo y torcí la cabeza: Todo en su lugar. Digo, al menos en el mismo lugar que una noche antes. Me estiré como queriendo alcanzar el cielo; musité un aaaaaay de comodidad, de alivio; volví a acercar mi cara al espejo: ojos cafés, pecas, arruguitas; y tercer consejo, no fruncir el ceño. Menos si eres ya una mujer de treinta.

Entré al baño. Y mientras estaba sentada, hice mi primer descubrimiento: Las mujeres de treinta siguen viendo rostros en el yeso de la pared y, claro, siguen haciendo pipí como primera actividad fisiológica del día. Bueno, al menos las mujeres solteras de treinta.

Me metí a la regadera, claro, las mujeres de treinta también se bañan. Ahí vino mi primer recuerdo: Todas las veces que había olvidado cuál era el agua caliente. Vaya, cómo podría ser posible que olvidara cuál es la llave del agua caliente que utilizo a diario. En fin, ese día no lo había olvidado, ese día estábamos de plácemes y no de olvido. Éramos el agua caliente, mi cuerpo, la solemnidad del día y yo.

No sé si fue el agua caliente, mi cuerpo, la solemnidad del día o yo, pero casi me quedo a vivir ahí. Hasta que recordé que las mujeres de treinta trabajan y no permanecen bajo la ducha soñando con príncipes encantados y vaqueros espaciales. Las mujeres de treinta se bañan a prisa y salen corriendo porque ya se les hace tarde. O quizá no, pero a esta mujer de treinta siempre se le hace tarde y había que hacerle honor a la tradición.

Y para hacerle más honor había que desayunar de acuerdo a la tradición. O bueno, a la edad. O bueno, a las ideas de una, porque eso de que los treinta son los nuevos veinte, pues... cómo lo digo... pues no es así como que muy cierto. O al menos no en esta mujer de treinta. Jugo verde y cereal All Bran Plus. No, no toda mi vida es tan aburrida. Creo.

Salí apuradísima a paso lento. Era mi primer día con treinta años, cómo iba a correr. No, no, tranquila, que treinta años no se cumplen dos veces. Y como treinta años no se cumplen dos veces pues con todo y los diez minutos que ya iba tarde tenía que parar a comprar café. CAFÉ. Segunda premisa: Una mujer de treinta necesita café para empezar cualquier cosa, incluido el día y los treinta.

Café en mano derecha y volante en mano izquierda tomé rumbo a la oficina. Sí, ya qué, lo mismo pensé yo. También pensé diez mil cosas más. Es imposible que el gran día de los treinta no vaya una rumbo al trabajo pensando en todo lo que no se ha hecho. Ah, claro, porque una mujer de treinta va a pensar primero en todo lo que le falta por hacer. Pensar en lo ya hecho es, obviamente, retroceder. Y no, una mujer de treinta lo menos que quiere es retroceder. A menos, claro está, que esté en pleno festejo bailando aquello que dice De reversa, mami, de reversa. Pero eso es otra cosa.

El café era una gloria, los pensamientos no. Porque resulta que esta mujer de treinta sintió unas ganas inmensas, enormes, de retroceder. Regresarse y volver a tomar todas y cada una de las decisiones que ya había tomado. Grave error. Niña, las mujeres de treinta están totalmente seguras de lo que han hecho y de lo que hacen. O al menos, lo aparentan. Y lo aparentan bien.

Llegué a la oficina con una maraña de niebla, humo y preguntas sin contestar. Qué raro, tú. Pero las mujeres de treinta saben aparentar y yo llegué con mi camiseta de administradora casi contadora bien puesta. Pero, sorpréndeme otra vez, vida; la maraña desapareció, se esfumó cuando se topó de frente con la felicidad. Y es que con tanta sonrisa ya hasta se me había olvidado que tenía una maraña pendiente.

Así, como había olvidado que tenía esta entrada pendiente. La estuve pensando nosécuánto tiempo atrás y la pensaba inventándome todo un ensayo de lo que es llegar a los treinta años. Pensaba en lo hecho y en lo deshecho, en lo que había por hacer. Pensaba en todo lo que he aprendido en este tiempo. Limitada, la muchacha.

Vengo y digo, para qué hablar de lo hecho, para qué recordar lo deshecho, para qué evaluarme. Para qué detenerme ahora que apenas empiezo.

¿O es que acaso las mujeres de treinta se detienen?





domingo, 14 de agosto de 2011

Deberías saber

Deberías saber cómo está todo por acá; han cambiado tantas cosas.

Creció mi pelo, a la cintura. ¿Recuerdas mis destellos rubios? Bueno, se fueron; fui pelirroja, después quise ser morena y lo dejé crecer. Justo cuando llegaba a la cintura, lo corté. Cortísimo. Así, sin más, como siempre me ha gustado. Cambiar por fuera como señal de que cambio por dentro.

Dejé el gimnasio y gané algunas libras. También gané algunas malas decisiones. He vuelto al gimnasio ahora que tengo tiempo. Porque, sabes, regresé a estudiar, ya ves cómo he sido siempre, no sé estar quieta. Y como no sé estar quieta al menos trato de ya no tomar malas decisiones.

He bailado tanto y he brincado más. He pasado noches enteras sin dormir; bailando. He brindado tanto y he reído mucho más. He festejado todo sin tener nada; me he deshecho de costumbres; he dejado vicios y he adoptado otros.

He cambiado también mi ropa. Ahora me gusta lucir fresca, cómoda. Casi no uso tacones, sólo cuando bailo, para sentir que subo al cielo más pronto. He dejado el automóvil, prefiero caminar. Me he detenido a media calle a mirar a los niños jugar, he hablado con el mar, he abrazado a un árbol, o dos.

He pasado noches enteras sin dormir; leyendo. También he pasado noches enteras sin dormir; escribiendo. Escribiéndole al amor, como esta noche. Escribiéndole al mar, al cielo, al sol, a la luna. Escribiéndome.

He pintado la casa de otro color; brillante. Incluso cambié los muebles: la sala, el comedor. Ya no tengo televisor en la habitación y, por cierto, he cambiado de habitación. Solía tener unas muy recurrentes pesadillas, a veces contigo, así que decidí mudarme a la habitación del fondo. Sí, la de la ventana grande.

He suspirado tanto. He de confesarte que estoy enamorada. Siempre dijiste que era tan fácil enamorarme, no lo sé. Quizá sí, quizás es que amo al amor, quizás es que lo mío es volar; y ahora vuelo. También he llorado un poco; es necesario llorar, lo sabes.

Tengo cuatro gatos más. Negrita se ha hecho más vieja y más gruñona, casi como yo, pero aún sonreímos. Me hice de una pequeña cacatúa, es ella quien hace alboroto en casa. Ya sabes que siempre me molestó el ruido, pero lo de ella no me parece ruido. Tan raro.

Sí, he cambiado, pero no es que haya cambiado, es que no siempre había sido yo.



sábado, 30 de julio de 2011

Cómplices

Qué cosa tan maravillosa es esa de descubrir a un par de amantes en silencio: Ese instante en el que, para ellos, no existe nada, sólo eternidad.

Pero ahí tiene que una existe y, claro, una observa. Usted no me va a dejar mentir, es una cosa tan bonita eso de verlos regalarse miradas furtivas, palabras al aire, gestos amorosos, ademanes chistosos. Sí, complicidad.

Valga decir que no es que una ande por la vida husmeando entre las miradas de la gente, no. Quizás es sólo que una anda por la vida caminando entre las nubes y a la vida y a las nubes les gusta regalarnos esos momentos por descubrir. Y ahí tiene que a una le toca descubrir, así, sin querer queriendo.

La cosa es que una descubre porque conoce. Quizá mucho, quizá poco.

Mire usted, cerremos los ojos y veamos. Imagine, no sé, una oficina. Papeles, llamadas, números, clientes, proveedores. La vida laboral ensimismada que a su vez ensimisma a la vida personal. De pronto, entre todas las almas (que en esos momentos cuadrados olvidan que son almas) hay un par a quienes el corazón les brinca entre entradas y salidas de almacén.

Sienten la presencia de la cosa amada (perdóneme lo de cosa, pero es que qué cosa más bonita) y como por orden divina, levantan la mirada y lo ven acercarse. Ojitos abajo, ojitos arriba; otra vez arriba, otra vez abajo.

Entonces, conforme se acercan, una, que vive al menos cinco centímetros despegada del suelo, puede escuchar ese grito ahogado: ¡Amor! Ellos transforman el grito en sonrisas casi tímidas, tratan de no mirarse tanto; no lo logran. Hablan de los productos a surtirse, tocan levemente sus manos entre facturas, y son felices.

Y dígame usted, ¿qué hace una? Pues una, enamorada del viento, se vuelve el ser más invisible del planeta en medio de miradas de entrega; en medio del misterio que los envuelve; entre el silencio a punto de estallar en la boca y el gesto cómplice que dice yo te sé, tú me sabes.

Pero quien realmente no sabe, pues es una. Una descubre, una sospecha.

Y ahí es en donde radica lo más bonito de la cosa bonita: Los que sospechan, los que descubren, son esa rara especie que camina mirando al cielo y se empapan de sus colores; esa especie que sonríe al ver a un par de árboles enredados desde la raíz. Esos que sospechan son aquellos que sonríen al ver a ese par callar para gritarse el amor. Ellos, los que sospechan, van tejiendo sueños entre las nubes.

Ay, y los amantes, ahí siguen. Hablándose quedito, delatándose. La sospechadora en cuestión, los mira otra vez y trata de disimular. Finge hacer algo, lo que sea, para permitirles serse. Les permite vivir un instante más. Les otorga.

¿Y sabe usted por qué una otorga? Una otorga porque alguna vez calló, porque alguna vez fue mirada furtiva. Hubo una que vez las mariposas amarillas revolotearon tanto, que el aire se llenó del aroma de todos los colores juntos; hubo una vez que el aire se volvió arcoíris.

Hubo una vez que la que sospecha y descubre, fue cómplice. Y, por eso, sonríe.