Qué cosa tan maravillosa es esa de descubrir a un par de amantes en silencio: Ese instante en el que, para ellos, no existe nada, sólo eternidad.
Pero ahí tiene que una existe y, claro, una observa. Usted no me va a dejar mentir, es una cosa tan bonita eso de verlos regalarse miradas furtivas, palabras al aire, gestos amorosos, ademanes chistosos. Sí, complicidad.
Valga decir que no es que una ande por la vida husmeando entre las miradas de la gente, no. Quizás es sólo que una anda por la vida caminando entre las nubes y a la vida —y a las nubes— les gusta regalarnos esos momentos por descubrir. Y ahí tiene que a una le toca descubrir, así, sin querer queriendo.
La cosa es que una descubre porque conoce. Quizá mucho, quizá poco.
Mire usted, cerremos los ojos y veamos. Imagine, no sé, una oficina. Papeles, llamadas, números, clientes, proveedores. La vida laboral ensimismada que a su vez ensimisma a la vida personal. De pronto, entre todas las almas (que en esos momentos cuadrados olvidan que son almas) hay un par a quienes el corazón les brinca entre entradas y salidas de almacén.
Sienten la presencia de la cosa amada (perdóneme lo de cosa, pero es que qué cosa más bonita) y como por orden divina, levantan la mirada y lo ven acercarse. Ojitos abajo, ojitos arriba; otra vez arriba, otra vez abajo.
Entonces, conforme se acercan, una, que vive al menos cinco centímetros despegada del suelo, puede escuchar ese grito ahogado: ¡Amor! Ellos transforman el grito en sonrisas casi tímidas, tratan de no mirarse tanto; no lo logran. Hablan de los productos a surtirse, tocan levemente sus manos entre facturas, y son felices.
Y dígame usted, ¿qué hace una? Pues una, enamorada del viento, se vuelve el ser más invisible del planeta en medio de miradas de entrega; en medio del misterio que los envuelve; entre el silencio a punto de estallar en la boca y el gesto cómplice que dice yo te sé, tú me sabes.
Pero quien realmente no sabe, pues es una. Una descubre, una sospecha.
Y ahí es en donde radica lo más bonito de la cosa bonita: Los que sospechan, los que descubren, son esa rara especie que camina mirando al cielo y se empapan de sus colores; esa especie que sonríe al ver a un par de árboles enredados desde la raíz. Esos que sospechan son aquellos que sonríen al ver a ese par callar para gritarse el amor. Ellos, los que sospechan, van tejiendo sueños entre las nubes.
Ay, y los amantes, ahí siguen. Hablándose quedito, delatándose. La sospechadora en cuestión, los mira otra vez y trata de disimular. Finge hacer algo, lo que sea, para permitirles serse. Les permite vivir un instante más. Les otorga.
¿Y sabe usted por qué una otorga? Una otorga porque alguna vez calló, porque alguna vez fue mirada furtiva. Hubo una que vez las mariposas amarillas revolotearon tanto, que el aire se llenó del aroma de todos los colores juntos; hubo una vez que el aire se volvió arcoíris.
Hubo una vez que la que sospecha y descubre, fue cómplice. Y, por eso, sonríe.
Me quedé como la que se queda sin palabras después de haberlas leído todas. Así muda para no estropear la nube de colores que se le formó en los ojos.
ResponderEliminarHermosísimo.
Te abrazo, bonita.
Concuerdo con la Aleida. Es una cosa de arte lo que estás haciendo aquí, D. Así ya ni ganas de escribir dan ;)
ResponderEliminarSi supieran.. :)
ResponderEliminarLas palabras se otorgan por siempre, lo que calla ese instante.
ResponderEliminarEncantadoras imágenes las que has creado, el texto se deja leer tan plácidamente que uno cree que está ahí, observando y sintiendo también.
ResponderEliminarMuy visual, muy fácil de imaginar y más de leer.
ResponderEliminarEspontáneo. Bonito.