Nadie preguntó cómo se sentía. Las palmadas en la espalda, las sonrisas de dolor y los ojos llorosos le decían incesantemente que todo iba a estar bien. Parecía que todo en esa noche llegaba por medidas: centímetros de abrazos, litros de café, toneladas de pesar. No pensaba en el dolor porque no le dolía, había nada en su corazón. Estaba ocupadísimo en los trámites; en el café y el pan que se acababa; en sus hijos que de vez en vez, y de a uno por uno, soltaban un llanto estruendoso que buscaba su consuelo. Los consoló, les dio fuerza, les dijo que todo iba a estar bien aunque no sabía lo que eso significaba, se lo habían repetido tanto que empezaba a creerlo, o a acostumbrarse.
La noche fue corta, más de lo usual. El barullo de risas contenidas, rezos y sollozos lo mareaban. Una de sus hijas lo tomó de las manos y le dijo que era hora de irse. Alcanzó a musitar un pero; ella lo detuvo. Tienes que descansar, papá. Asintió en silencio. Miró al fondo, lo único que alcanzó a ver fueron un par de velas encendidas que temblaban con él.
El siguiente día fue aún más confuso. Por la mañana había gente que nunca había visto y que le daban la mano y lo abrazaban con los ojos que había conocido una noche anterior. Se dio cuenta que se movía y articulaba palabras por inercia, unas horas después no recordaba nada. Al mediodía la gente empezó a irse. Sintió un día cálido, de ésos que se abrazan.
Estaba perdido, fuera de foco, en blanco. Había un zumbido en sus oídos y un dolor en su cabeza, o en su cráneo, o en su corazón. Indefinible. Se sentía en la orilla de un precipicio, inmóvil, apretando algo con la mano y plenamente convencido de querer ser compañía, una vez más. A veces un llanto fuerte lo regresaba y sentía a uno de sus hijos tomándolo firmemente del brazo. Todos lloraban, algunos gritaban, miraban al fondo. Más de uno gritó no. Él llevaba más de diez horas sin hablar porque simplemente no tenía nada qué decir.
En algún momento dejó de apretar la mano, en algún momento se alejó del precipicio, en algún momento dejó de mirar el suelo, en algún momento caminó hacia el autómovil y en algún momento oscureció y llegó a su casa. Se sentó en su sillón favorito rodeado del mismo barullo, los mismos ojos y las mismas manos. En algún momento también llegó el silencio.
—¿Estarás bien, papá?
—Yo siempre estoy bien, criatura. Pónle el seguro a la puerta cuando te salgas, yo me voy a dormir.
No sentía nada, no extrañaba nada. Hasta que despertó.
—No jales la cobija, mujer, que hoy amaneció muy helado. Y ándale, pásame mi medicina de las 6 que ya se me está pasando. Mujer, te estoy hablando, mi medicina. Mujer…
Eso fue bueno, muy bueno. Quiero una segunda parte. :)
ResponderEliminarMe transmitiste la soledad y pérdida del personaje. Excelente.
Mujer! Cuándo vuelves a escribir? =)
ResponderEliminarPronto, pronto. Gracias por preguntar, me emocionas. :D
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