Ese día lo primero que hice fue mirarme en el espejo. Lucía tan... tan… pues tan recién levantada, ¿qué más? Mientras me encontraba nuevas líneas de expresión (es que siempre he sido muuuy expresiva) vino a mí el primer consejo que una mujer de treinta puede dar: No mirarse en el espejo al despertar. Jamás. O bueno, a menos que tengas veinte años o tengas unas cremas carísimas que medio oculten las expresiones.
Ocultar las expresiones, qué cosa más triste. Bueno, me quedé ahí, parada, mirándome. Levanté mi blusa y me paré de lado viendo mi vientre, como cuando se mira una mujer embarazada. La diferencia es que yo cuidaba que la pancita no hubiera crecido durante la noche. No fuera siendo. Levanté un poco más y con ambas manos comprobé que mis bubis seguían igual. Estaba en eso cuando me di cuenta de que una mujer de treinta pues ya no dice bubis, una mujer de treinta pues dice tetas. Entonces, mis tetas seguían ahí. Mirándolas pensé en mi primera premisa de mujer de treinta: Es una ventaja ser copa A, las tetas no se caen... o al menos no tan rápido. Justo ahí surgió el segundo consejo de mujer de treinta: Hay que verle el lado bueno a todo. A todo. Incluyendo a las tetas pequeñas.
Me di vueltas frente al espejo, izquierdaderecha-derechaizquierda. Le di la espalda al espejo y torcí la cabeza: Todo en su lugar. Digo, al menos en el mismo lugar que una noche antes. Me estiré como queriendo alcanzar el cielo; musité un aaaaaay de comodidad, de alivio; volví a acercar mi cara al espejo: ojos cafés, pecas, arruguitas; y tercer consejo, no fruncir el ceño. Menos si eres ya una mujer de treinta.
Entré al baño. Y mientras estaba sentada, hice mi primer descubrimiento: Las mujeres de treinta siguen viendo rostros en el yeso de la pared y, claro, siguen haciendo pipí como primera actividad fisiológica del día. Bueno, al menos las mujeres solteras de treinta.
Me metí a la regadera, claro, las mujeres de treinta también se bañan. Ahí vino mi primer recuerdo: Todas las veces que había olvidado cuál era el agua caliente. Vaya, cómo podría ser posible que olvidara cuál es la llave del agua caliente que utilizo a diario. En fin, ese día no lo había olvidado, ese día estábamos de plácemes y no de olvido. Éramos el agua caliente, mi cuerpo, la solemnidad del día y yo.
No sé si fue el agua caliente, mi cuerpo, la solemnidad del día o yo, pero casi me quedo a vivir ahí. Hasta que recordé que las mujeres de treinta trabajan y no permanecen bajo la ducha soñando con príncipes encantados y vaqueros espaciales. Las mujeres de treinta se bañan a prisa y salen corriendo porque ya se les hace tarde. O quizá no, pero a esta mujer de treinta siempre se le hace tarde y había que hacerle honor a la tradición.
Y para hacerle más honor había que desayunar de acuerdo a la tradición. O bueno, a la edad. O bueno, a las ideas de una, porque eso de que los treinta son los nuevos veinte, pues... cómo lo digo... pues no es así como que muy cierto. O al menos no en esta mujer de treinta. Jugo verde y cereal All Bran Plus. No, no toda mi vida es tan aburrida. Creo.
Salí apuradísima a paso lento. Era mi primer día con treinta años, cómo iba a correr. No, no, tranquila, que treinta años no se cumplen dos veces. Y como treinta años no se cumplen dos veces pues con todo y los diez minutos que ya iba tarde tenía que parar a comprar café. CAFÉ. Segunda premisa: Una mujer de treinta necesita café para empezar cualquier cosa, incluido el día y los treinta.
Café en mano derecha y volante en mano izquierda tomé rumbo a la oficina. Sí, ya qué, lo mismo pensé yo. También pensé diez mil cosas más. Es imposible que el gran día de los treinta no vaya una rumbo al trabajo pensando en todo lo que no se ha hecho. Ah, claro, porque una mujer de treinta va a pensar primero en todo lo que le falta por hacer. Pensar en lo ya hecho es, obviamente, retroceder. Y no, una mujer de treinta lo menos que quiere es retroceder. A menos, claro está, que esté en pleno festejo bailando aquello que dice De reversa, mami, de reversa. Pero eso es otra cosa.
El café era una gloria, los pensamientos no. Porque resulta que esta mujer de treinta sintió unas ganas inmensas, enormes, de retroceder. Regresarse y volver a tomar todas y cada una de las decisiones que ya había tomado. Grave error. Niña, las mujeres de treinta están totalmente seguras de lo que han hecho y de lo que hacen. O al menos, lo aparentan. Y lo aparentan bien.
Llegué a la oficina con una maraña de niebla, humo y preguntas sin contestar. Qué raro, tú. Pero las mujeres de treinta saben aparentar y yo llegué con mi camiseta de administradora casi contadora bien puesta. Pero, sorpréndeme otra vez, vida; la maraña desapareció, se esfumó cuando se topó de frente con la felicidad. Y es que con tanta sonrisa ya hasta se me había olvidado que tenía una maraña pendiente.
Así, como había olvidado que tenía esta entrada pendiente. La estuve pensando nosécuánto tiempo atrás y la pensaba inventándome todo un ensayo de lo que es llegar a los treinta años. Pensaba en lo hecho y en lo deshecho, en lo que había por hacer. Pensaba en todo lo que he aprendido en este tiempo. Limitada, la muchacha.
Vengo y digo, para qué hablar de lo hecho, para qué recordar lo deshecho, para qué evaluarme. Para qué detenerme ahora que apenas empiezo.
¿O es que acaso las mujeres de treinta se detienen?
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ResponderEliminarCuando tenga treinta años me haré esa última pregunta. Y si me detengo, o no, te lo haré saber.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte.
Y café, y más café. Siempre.
Bonita madrugada, linda. :)