Hay algo en las mañanas de invierno. Algo que me hace olvidar el frío, me lleva a dejar la cama, asomarme a la ventana y buscar mi café.
Hoy no hubo excepción. Café en mano abrí la puerta y recibí a mi madre que venía acompañada: Traía con ella un baúl. Que había pertenecido a una amiga de la familia, que hacía varios años no veíamos, y que hacía un mes había muerto.
—Pensé en venir directo hacia acá en cuanto lo vi —dijo mi madre. Sé lo mucho que te gustan las chácharas. Y sé las historias que te inventas.
Un baúl. Que hasta el momento en el que llegó a mi puerta era una herencia sentimental y desde el momento en que lo vi se convirtió en una fascinación. Cerrado y frente a mí, me aguardaba. No podía esperar para abrirlo, pero era tan bello cerrado. Vacilé un poco, decididamente no fue fácil dejar de admirarlo para admirarme con lo que podría encontrar dentro. Porque, segura estaba, me admiraría. Llegué a él, lo toqué y le pedí permiso para abrirlo. Permiso concedido tomé la llave con la solemnidad requerida, y lo abrí.
Mi madre me observaba y se aguantaba la risa que le causaba mi sonrisa boba ante todo lo que había dentro, que veía y no al mismo tiempo. Ese todo que por ser el todo interior de mi ahora baúl, me embelesaba. Me incliné un poco y empecé a buscar lo que no sabía, lo que no esperaba. Había algunas prendas de ropa, dos cuadros, algunas imágenes de santos, dos frascos de perfume, varios anteojos, muchas fotografías y... mi tesoro:
Un abanico. Una llave (que no era la del baúl). Una novela de amor de autor francés. Papel y sobres para carta con flores color azul impresas. Una pluma fuente. Un rosario. Y un diccionario de bolsillo.
Tomé mi gran descubrimiento y me senté en el alféizar de la ventana. Abrí el diccionario y, en la parte superior de la primera hoja, lo encontré. Era un nombre. A lápiz. De varón. Un nombre que acaricié con la yema de los dedos. Un nombre que imaginé junto al mío. Un nombre que nunca pronunciaría y que siempre soñaría. Un nombre sin rostro. Un nombre que lleva un diccionario. Un nombre que era mi tesoro, que estaba en mi baúl, que me trajo una mañana de invierno.
Un nombre con el que me inventé una historia.
Hoy no hubo excepción. Café en mano abrí la puerta y recibí a mi madre que venía acompañada: Traía con ella un baúl. Que había pertenecido a una amiga de la familia, que hacía varios años no veíamos, y que hacía un mes había muerto.
—Pensé en venir directo hacia acá en cuanto lo vi —dijo mi madre. Sé lo mucho que te gustan las chácharas. Y sé las historias que te inventas.
Un baúl. Que hasta el momento en el que llegó a mi puerta era una herencia sentimental y desde el momento en que lo vi se convirtió en una fascinación. Cerrado y frente a mí, me aguardaba. No podía esperar para abrirlo, pero era tan bello cerrado. Vacilé un poco, decididamente no fue fácil dejar de admirarlo para admirarme con lo que podría encontrar dentro. Porque, segura estaba, me admiraría. Llegué a él, lo toqué y le pedí permiso para abrirlo. Permiso concedido tomé la llave con la solemnidad requerida, y lo abrí.
Mi madre me observaba y se aguantaba la risa que le causaba mi sonrisa boba ante todo lo que había dentro, que veía y no al mismo tiempo. Ese todo que por ser el todo interior de mi ahora baúl, me embelesaba. Me incliné un poco y empecé a buscar lo que no sabía, lo que no esperaba. Había algunas prendas de ropa, dos cuadros, algunas imágenes de santos, dos frascos de perfume, varios anteojos, muchas fotografías y... mi tesoro:
Un abanico. Una llave (que no era la del baúl). Una novela de amor de autor francés. Papel y sobres para carta con flores color azul impresas. Una pluma fuente. Un rosario. Y un diccionario de bolsillo.
Tomé mi gran descubrimiento y me senté en el alféizar de la ventana. Abrí el diccionario y, en la parte superior de la primera hoja, lo encontré. Era un nombre. A lápiz. De varón. Un nombre que acaricié con la yema de los dedos. Un nombre que imaginé junto al mío. Un nombre que nunca pronunciaría y que siempre soñaría. Un nombre sin rostro. Un nombre que lleva un diccionario. Un nombre que era mi tesoro, que estaba en mi baúl, que me trajo una mañana de invierno.
Un nombre con el que me inventé una historia.
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