martes, 31 de enero de 2012

Zurcos

Un día me descubrí viendo la vida desde zurcos, todo curvo, con ondas. Desconozco, obviamente, el momento exacto en el que la vida se me dobló. De pronto, en mi batalla diaria con el espejo, me vi la cara rayada. Los ojos, la comisura de los labios, la frente, el cuello. No quise ver más. Me horroricé. A mí nadie me dijo que un día, así, de la nada, amanecería con la vida marcada en la cara. ¿Y quién quiere ir mostrándole la vida a todo el mundo?

Miré hacia abajo y levanté la cara len ta men te. Fue todo un ritual. Cerré, no, apreté los ojos y me grité que la vida no puede llegar y, de la noche a la mañana, rayártela. Literal y figurada mente. Mente figurada porque me estaba haciendo la fantasía de que eran puras ideas mías...

Yo también guardé silencio. Me acerqué al espejo, casi lo cruzo, casi camino por esos zurcos. Eran interminables, entre más me acercaba más hondos eran. Intenté cruzar el espejo, no pude, pero cuando estuve tan cerca de los pequeños y grandes dobleces alcancé a ver letras en ellos. En todos ellos. Eran letritas redondas, claras, que a pesar de ser diminutas podían leerse perfectamente. Claro, con lupa. O con el alma metida en el espejo.

Me maravillé. Cada zurco era un episodio de mi vida perfectamente escrito. Estaba ahí mi caída de las escaleras, el primer día de clases, el primer beso, la primera vez con el ginecólogo. Todo. Y perfectamente escrito. Creo que eso fue lo que me maravilló más. Dejé todo. No salí, no pude dejar de leer. Me metí en el espejo y leí y releí cada uno de los zurcos.

Terminé bastante entrada la noche, me ardían los ojos y tenía la piel seca de tanto estirar para leer. Cuando terminé, noté que de ambos lados de los ojos había un espacio liso. Sonreí. Me asomé a la calle, la luna estaba como para hablar de ella, tomé mi gabardina y salí: Había que empezar a doblar esos espacios.





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