sábado, 4 de febrero de 2012

Mi casa

Ayer regañé a mi ciudad, hacía frío y se lo recriminé. Le hablé de tu ciudad, de la temperatura cálida, de tu calor. Le dije que allá abrazan; que, cuando hace frío, unas manos dulces frotan mi espalda desnuda al tiempo que unos brazos fuertes me protegen.

Le conté también del viento y su canción, de cómo despeina mientras se camina por sus calles, o mientras unos ojos me enseñan sus caminos. Presumí la complicidad del viento, cómo acaricia mis manos y las va llevando a tu pelo; cómo tu pelo lo reconoce en mí y me recibe. Y me deja quedarme, y me pide quedarme.

Mi ciudad me miraba con recelo, se preguntaba qué cosa me habría hecho ésa otra ciudad como para atreverme a reclamar el frío. La tranquilicé diciendo que quizá era yo quien estaba perdiendo resistencia. Que quizá la edad, el pelo tan corto, el mes, ésas cosas. No me creyó. Guardó silencio y me miró fijamente.

Sé que leyó mis labios, así como tu ciudad los lee cada noche. Pero no supo recorrerlos, ni redescubrirlos. Se acercó a mí, mas no logró encontrarse con la forma de mis labios, tampoco logró que cerrara los ojos. No pudo hacerme soñar, no pudo hacerme volar.

Tomé aire y la miré de frente. Todo está bien, le dije, es sólo que, hoy, al caminarte, me sobraron los pasos; es sólo que hoy ya no me alcanzas. Pude ver cómo sus callejones se contraían y se hacían los fuertes. No hablé más, pero sé que escuchó cómo mis sueños me pedían caminar más. Sé que escuchó a mis sueños pidiéndome regresar a casa.









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