De pronto, cierto día, una se descubre sonriéndole a la ropa. Doblándola cuidadosamente, pasando la mano sobre la tela como suavizándola para que trate bien a esa espalda que la cubre a una del frío y que una cubre de besos. Ese día, cualquier día, una se sorprende reconociendo aromas y colores. Diciendo me gusta esta camisa, es que la tela, es fresca, se te ve bien. Una se ve pasando la mano sobre la espalda, como suavizando, tratando bien; arreglando cuellos y preocupándose por la cena. Una reconoce con exaltada maravilla que disfruta el cocinar, entonces se dice, le dice, que lo más probable es que sea el amor, sí, esa explicación trillada de película mexicana es la única que se encuentra para semejante hallazgo. Entonces las puertas del otro mundo, el nuevo mundo, se abren. O se abren y se cierran sólo para que una voltee y mire, para darse cuenta de lo hecho, para sonreír porque se hizo. Se da un paso, se asienta, se brinca de alegría. Se llega al pellizco porque no se puede creer. Y se agradece. Y se busca un lugar en dónde sentarse para pensar y levantarse inmediatamente después de sentarse, para llevarse las manos a la boca y girar de un lado a otro, para caminar despacio por la casa como si el tiempo la apurara a terminar el recorrido de cada nueva habitación, de cada reconocida habitación.
Un día, cierto día, una se da cuenta que lo hizo. Poquito. Otra vez.
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