jueves, 21 de marzo de 2013

La cena

Se llevó las manos al rostro, a la nariz, olió despacio y la alejó. No iba a medio camino cuando la regresó, curiosa. Cebolla, pensó. Tomó el lápiz, sabía que entreteniendo las manos podía dejar de pensar en esos sabores, pero no quería. Lo único que había en su mente eran sabores, olores y los ruiditos esos que hace el aceite cuando acitrona ajo. O pimientos. Era como una orquesta, subía y bajaba las manos pensando cómo unir los ingredientes, cómo hacerlos melodía. Cuando las notas eran bajas esperaba una cocción o un hervor, las percusiones llegaban cuando picaba vegetales o pollo o carne, las notas altas se escuchaban cuando la sartén recibía esas maravillosas especias que daban el toque de protagonismo al platillo. Lo mejor eran los violines, justo en el momento en el que se acercaba y su pequeña nariz percibía cada uno de los olores, le emborrachaban y podía escuchar todos esos instrumentos haciendo una fabulosa melodía. Respiró. Cantó. Quiso ir a la cocina y hacer música. Se detuvo a la mitad del pasillo, cantó más fuerte. Recordó su promesa y la voz de su madre: "tanta pasión en la cocina te va a matar", se agarró de la pared y dio sus acostumbrados pequeños pasos. Y qué importa, pensó, qué es una promesa, qué es el amor sin pasión, qué es esperarlo sin tener la cena lista.



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