miércoles, 3 de noviembre de 2010

El examen

No estudié. No tenía ganas, así de sencillo. Hacía calor, mucho. Es noviembre, otoño, y acá, condición Santana. Llegué al salón, me senté, fingí buscar mis hojas para estudiar, pero no pude. La plática se centraba en la promesa de uno de mis amigos de prepararnos lasaña. Claro, preferí opinar del tema y dejé a un lado las dichosas hojas.

De pronto, la puerta se abrió. Entro él. Saludó y se sentó en el lugar vacío que estaba casi a mi lado. Error. Jamás debió hacer eso. Entró el maestro, repartió exámenes, y valí.

Empecé a contestar el examen, quiero decir, intenté contestar el examen. Nada, no recordaba nada. Peor, lo único que tenía en mi cabeza, o en mis ojos, era él. Sólo podía pensar en sus manos, y... ¿cómo se le ocurrió ponerse ese pantalón? Barbaridad. Y el reloj, maldito reloj. Le estorbaba, se lo quitó. Como si al quitárselo se liberara, y yo, con suspiros, lo atrapara.

Mi mente no descansaba, daba vueltas, todas alrededor de él. Me paseaba entre sus manos, su cabeza, sus piernas, su espalda. No lograba detenerse, por el contrario, se elevaba, cada vez volaba más. Los números en esa hoja blanca se convertían en letras, todas para él. ¿Pero quién era él? Nadie. Sólo un hombre a quién le escribía con el cuerpo. Sólo un hombre que me distrae mientras intento contestar un examen. A buena hora se le ocurrió llegar, a bueno hora se me ocurrió no estudiar.

Terminé el examen, o bueno, el intento de respuestas del examen. Al tiempo que lo entregaba llegaba a las conclusiones del día: 1. Que ya tenía una nueva entrada en mi blog y 2. Claro, que voy a reprobar.

¿Cómo? ¿Esperaban conclusión acerca de él? No, él aún no es conclusión.

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